"La prosa de creación en Extremadura: de los narradores decimonónicos a los prosistas del cambio de siglo", en Revista de Extudios Extremeños, Tomo LIV, enero-abril de 1998, págs. 21-63.

SUMARIO

LA PROSA DE CREACIÓN EN EXTREMADURA:
DE LOS NARRADORES
DECIMONÓNICOS A LOS PROSISTAS DE FIN DE SIGLO.

 

   Resulta tópico definir los años anteriores a 1900 como un periodo literario de extraordinaria penuria que responde, en el constante sucederse de corrientes, al final de un ciclo estético. Se trata, sin duda, de una valoración que la historia de la literatura ha proyectado, de un modo casi unánime, sobre este espacio cronológico antes que una impresión que aflore en ese mismo momento, puesto que nada hay en las complacidas manifestaciones de la “alta comedia” o en la literatura retórica y  pretenciosa de Núñez de Arce y de Echegaray (ni en la de sus imitadores: Antonio Fernández Grilo, José Velarde, Emilio Ferrari...) que pueda intepretarse como confesión de una decadencia, de un declive o de un estado de crisis. Lo cierto es que los derroteros que tomó la literatura española en el siglo XX convirtieron a sus obras, la “alta literatura oficial” de su tiempo, en una aportación banal o irrelevante, y  la mejor prueba de ello la encontramos en la rigurosa actitud con que, al cabo, fue juzgada por autores de cuyas apreciaciones hoy nos sentimos más cercanos: “Los reproches se hicieron desde distintas perspectivas: desde la propia generación de los mayores -Clarín-, desde la objetividad de quien no es literato -Gómez de Baquero- o de quien es y viene de fuera -Darío- y, por supuesto, desde la generación juvenil” [1]

   Con cierto sentido del humor Joaquín Dicenta subraya, precisamente en 1898, la desafortunada herencia dejada por los mayores a los jóvenes (además de denunciar otras trabas a su labor: críticas ácidas, parodias burlescas...)

 

             “¿Qué han encontrado los literatos jóvenes al venir a la vida pública? ¿En qué atmósfera nacieron? ¿Con qué literatura se han nutrido? ¿Qué camino habían abierto a sus ojos los escritores de la generación anterior? ¿Dónde estaba el Balzac viejo que sirviese de arranque a los Zolas futuros? ¿Dónde el pezón que alimentase con raudales de genio a la juventud hambrienta de enseñanzas?... Declaro que los nuevos sólo hallaron biberones calcados en moldes extranjeros, o hechos con cristales viejos del derribo romántico. Una lactancia artificial en que habían poca leche de recibo; porque hay que confesarlo: a los literatos recién nacidos se les ha tratado y se les trata con muy mala leche” [2]

 

   A pesar de la generalizada sensación de “ingratitud” entre los escritores viejos, es preciso decir que los jóvenes modernistas no negaron la validez de toda la tradición inmediata, sino sólo la de aquella que les pareció indigna. La acusada agresividad con que rechazaron la poesía y el teatro de fin de siglo (recuérdese la protesta colectiva por la concesión del Premio Nobel a Echegaray en 1905) se atenuó notablemente a la hora de enjuiciar la labor de los narradores, un ámbito literario en donde las críticas alternaron con rectificaciones: “el desligamiento de lo pasado resulta parcial, los modernos siguen unidos al ayer, a una parcela concreta del patrimonio cultural. No todo es rechazo. En la narrativa, sin ir más lejos, se sienten atraídos a la tradición de autoconciencia compositiva, heredada de Miguel de Cervantes, vía Gustave Flaubert y Henry James, o Leopoldo Alas, las cuales prefieren al tipo de novela episódica.” [3] Esta reacción permite confirmar cómo la novela fue la aportación menos alejada de la nueva sensibilidad, el género literario (al que vamos a dedicar estas páginas) en el que menor número de argumentos hubo para la descalificación y el rechazo.

   La historia de la literatura ha venido considerando la fecha de 1898 como un hito emblemático que marca la crisis definitiva de una estética decimonónica (el adjetivo aún arrastra una connotación negativa) y el ingreso en la modernidad. Aunque esta valoración (así como la pretensión de que este mismo año denomine a una corriente literaria del fin de siglo) sea cada día más cuestionada, utilizaremos en nuestro trabajo este año como un promontorio desde el cual contemplar, hacia adelante y hacia atrás, la aportación de los prosistas extremeños al periodo. Puesto que el número de obras del corpus es escaso ampliaremos los límites cronológicos hasta abarcar la segunda mitad del siglo XIX y los primeros años del XX (llegando hasta los inicios de la obra narrativa de Felipe Trigo y de Antonio Reyes Huertas, con el objeto de comprobar la posición de los autores más jóvenes respecto de la tradición decimonónica, pero también para constatar su actitud en relación con los acontecimientos de 1898). Podremos comprobar cómo en casi todos los géneros narrativos mayoritarios encontramos muestras de literatos extremeños: novela histórica y otras modalidades narrativas emparentadas con ella (parodias del propio género, “novela histórica de aventuras”...), cuadros de costumbres (insertados en novelas), folletines sentimentales o de intención moralizante, relatos de transición entre Romanticismo y Realismo, novelas “krausistas”, novelas y relatos realistas y naturalistas... Como tendremos ocasión de ver, la contribución de los escritores regionales a estos géneros es limitada, pero no carece de interés.

 

 

            La novela histórica y sus derivaciones.

 

   Las primeras manifestaciones narrativas de autores extremeños en estos años deben ser consideradas como secuelas de la novela histórica romántica que había alcanzado su momento cumbre (y empezaba a mostrar signos de agotamiento) con El señor de Bembibre (1844) de Enrique Gil y Carrasco. Con alguna muestra temprana (Ramiro, conde de Lucena, de Rafael Humara, 1823), la novela más identificada con la estética y el espíritu románticos se desarrolló siempre en los aledaños de modelos foráneos (W. Scott, V. Hugo..., las primeras novelas españolas son imitaciones confesadas) y mostró su mayor vitalidad entre 1834 (El doncel de don Enrique el doliente, de Larra; Sancho Saldaña, de Espronceda...) y 1854: “la primera traducción de Walter Scott se lleva a cabo entre emigrados españoles en 1825. En 1826 se imprime por primera vez una obra de aquél en Barcelona. A partir de este momento, el nuevo género se desarrolla en España desde 1834 -la fecha del Sancho Saldaña de Espronceda- a 1854 en que aparece La campana de Huesca de Cánovas, quedando en medio la más lograda creación literaria de este tipo -El señor de Bembibre, de Gil y Carrasco (1844)-.” [4] A partir de esta fecha, la novela histórica derivará hacia relatos de aventuras imaginarios (“novela histórica de aventuras”, en denominación de Ferreras) [5] en que el contexto histórico está vagamente evocado sin que encontremos en ellos el menor intento de reconstrucción del pasado. Manuel Fernández y González, Francisco Navarro Villoslada y Wenceslao Ayguals de Izco ejemplifican con sus producciones respectivas esta modalidad y, con ella, la desintegración de la novela histórica.

   A este panorama, apenas esbozado aquí, los novelistas regionales contribuyeron con unos pocos títulos que comentaremos a continuación.

   En la segunda mitad del periodo correspondiente al desarrollo de la novela histórica se sitúa la trayectoria de Gabino Tejado y Rodríguez (Badajoz, 1819-Madrid, 1891), autor que compaginó este género con la poesía, los cuadros de costumbres y aun con el drama histórico [6] . Iniciada su andadura como redactor en el periódico liberal El Extremeño (Badajoz), derivó posteriormente hacia posiciones tradicionalistas y neocatólicas en la estela de Donoso Cortés, cuyas Obras (1854-1856) ordenó y prologó. Diputado, académico de la Española (en donde ingresa con un discurso, “La España que se va”, sintómatico de la ideología de sus narraciones), Gabino Tejado colaboró en El Padre Cobos, El laberinto, El pensamiento español y Los españoles pintados por sí mismos (de donde procede el cuadro costumbrista seleccionado por nosotros). Como novelista dio a la estampa numerosos títulos: El caballero de la reina, 1847; Víctimas y verdugos. Cuadros de la Revolución francesa, 1859 (adaptación muy libre de un original francés) [7] ; La mujer fuerte, 1859 (de la que se hicieron seis ediciones más); Mundo, demonio y carne, 1878 y otros muchos títulos [8] .

   Sus artículos periodísticos (publicados regularmente por El laberinto) ponen de manifiesto el profundo rechazo hacia los modelos culturales franceses impregnados de racionalismo y de incredulidad, pues el legado de la Ilustración era, a su juicio, “un espíritu de análisis racional llevado a extremos perjudiciales y un agresivo escepticismo religioso, de modo que, en los primeros años del siglo XIX, el hombre había encontrado sus aspiraciones e ilusiones más preciadas sistemáticamente destruidas” [9] . La tendencia de los editores a buscar un público amplio abaratando el coste de las novelas (en su mayor parte, traducciones) puso en guardia a los sectores más conservadores recelosos de la difusión de ideas disolventes o inmorales: “la reacción católica no se redujo a la condena sino que incluyó la contraofensiva en forma de colecciones de orientación doctrinal ortodoxa en los años centrales del siglo: “Biblioteca católica” (1844-1846) y “Biblioteca del católico” (1850-1855” [...] Otros títulos posteriores nos hacen ver que no se trata de hechos aislados: “El Antídoto. Colección de novelas cristianas” (1860-1862)” [10] . Gabino Tejado fundó, con los mismos objetivos, “El amigo de la familia”, colección iniciada a comienzos de 1859 e interrumpida antes de terminar ese año, que publicaría además de obras propias, traducciones como Fabiola o la Iglesia de las catacumbas del cardenal Wiseman. Aunque en gran medida se nutrían de obras extranjeras (de revistas como la italiana Civittà cattolica), los editores instaban al cultivo nacional de esta novela católica: “Sería además sumamente apreciable [...] que las personas ilustres, así eclesiásticos como seglares, que se sientan con inspiración y facultades para este género de literatura, viniesen en auxilio de esta obra, y contribuyesen con sus producciones a hacerla más interesante a los fieles de España” [11] .

 En las lindes finales del tramo cronológico de esta corriente se sitúa el arranque de la trayectoria narrativa de Carolina Coronado (1820-1911) se sitúa entre 1850 y no más tarde de 1880, esto es, su producción novelesca se corresponde con los años epigonales del Romanticismo y el pleno desarrollo del Realismo en España. No es extraño, por ello, que junto a relatos históricos (Jarilla, La Sigea) encontremos en su obra parodias del propio género (Paquita, una novela corta) y relatos de ambientación contemporánea (Adoración, La rueda de la desgracia). Ciñéndonos a las tres primeras obras citadas [12] , es preciso decir que la Coronado se suma, con ellas, al modelo narrativo romántico por antonomasia que, por los años de composición de la primera novela, ya había dado sus mejores frutos. Como en la mayor parte de novelistas españoles, sus relatos presentan un universo histórico en el que son los personajes imaginarios (o la vida imaginaria de personajes históricos) quienes sustentan el peso de la trama. Su notorio desinterés por una documentada reconstrucción del contexto (sustituida en sus novelas por descripciones paisajísticas o efusiones líricas) sitúan los relatos en la periferia del género. Es cierto que en ellas se evocan periodos pretéritos y lugares reales reconocibles: en el Renacimiento portugués se sitúa la historia de doña Francisca de Ovando (Paquita), su relación con el poeta Sá de Miranda..., pero el desenlace de la novela (la protagonista es asesinada brutalmente por su propio marido, el duque do Novomondo) desvela que sus intenciones están muy lejos de la reconstrucción de un tiempo pasado. En La Sigea “volvemos al Portugal de Juan III, del Infante Cardenal don Enrique, del valido Castanheira, del gran momento de auge de la Inquisición portuguesa, de la infanta doña María, de la reina madre Catalina de Aragón, del rico mundo cortesano, galante y renacentista de la corte lisboeta, de las gloriosas aventuras de la flota portuguesa allende los mares, del carácter apasionado y noble de Luis de Camoens, de la fortaleza de espíritu y serenidad de ánimo de la preceptora y humanista española Luisa Sigea, ya que su vida en la corte portuguesa es el motivo central de lo que se cuenta en esta novela” [13] , pero de nuevo el objetivo de Carolina no es la nostalgia de un “espíritu de época” que se proponga recuperar, sino que “sus intenciones al escribirla -sin documentación histórica- siguen siendo las mismas que en anteriores relatos, el dar salida a su lirismo contenido y a su necesidad de protesta contra lo que repudia: las vanidades del gran mundo, las ambiciones de poder, la consideración indigna que sufren las mujeres como intelectuales y como esposas, la moda pastoril, el fanatismo religioso” [14] .

   De los tres relatos históricos conocidos por nosotros [15] , Jarilla fue el que mayor acogida tuvo desde su aparición (publicada en 1850, fue reeditada en 1873 -y traducida entonces al inglés y al portugués-, en 1920 y en 1943). Ambientada en Extremadura, la novela elige un acontecimiento histórico en torno al cual organizar su trama: Don Juan II, rey de Castilla, al frente de un poderoso ejército sitia Alburquerque en donde se han rebelado el Maestre de Santiago (don Enrique) y su hermano don Pedro. El soberbio don Álvaro de Luna manda las huestes del rey. La reina de Aragón, doña Leonor, convence a sus hijos de que abandonen la plaza.

   Como es característico en el género, los personajes históricos (el rey y la reina doña María, don Álvaro de Luna, el marqués de Villena, Vicente Ferrer, los infantes de Aragón, el príncipe don Enrique, el marqués de Santillana...) cederán el protagonismo a personajes ficticios (Román, Abac, el Sr. Pérez...), algunos de los cuales no son sino personificaciones de varios montes de la Sierra de Monsalud (Jarilla, Regío, Barbedillo, el Morro).

   Si bien no es nuestro propósito el análisis de cada uno de estos títulos [16] , sí queremos detenernos en algunos aspectos de tipo técnico que incorporan estos relatos a una misma familia literaria de naturaleza romántica, la novela histórica, de cuyo perfil participan: la falta de documentación (en realidad, el desinterés historicista, común a la mayor parte de novelistas anteriores a Galdós), el protagonismo de personajes imaginarios, las invocaciones retóricas tan frecuentes en el género o, de modo muy especial, la función del narrador.

   En la novela histórica, el narrador, atrapado en una contradicción insoslayable, se debate entre su condición de historiador (que relata unos hechos pretéritos presentados como reales, pero que naturalmente no pudo contemplar) y su condición de novelista (que desarrolla una trama ficticia cuyos pormenores domina plenamente). En la práctica esto se traduce en una tensión entre dos tentaciones: la más absoluta omnisciencia, propia del novelista que crea un mundo novelesco sin restricciones y la tendencia a intervenir en el relato para dar cuenta, mediante una serie de artificios narrativos, de sus propias limitaciones como narrador, procedimiento que, supuestamente, dará mayor verosimilitud a lo narrado [17] .

   Resulta significativo recordar que en sus relatos de ambientación contemporánea (Adoración, La rueda de la desgracia) la historia será relatada, en primera persona, por un personaje que interviene, de modo más o menos decisivo, en ella, mientras que en sus novelas de ambientación histórica optará siempre por la tercera persona. La actitud dominante será en estas últimas la de un narrador omnisciente (en la segunda cita el narrador, que relata algo sucedido en el siglo XV, se permite evocar una batalla de la guerra de la Independencia que tiene lugar a comienzos del siglo XIX):

 

             “El condestable D.Álvaro de Luna iba pensando que si hubiera nacido rey no tendría que intrigar para ser favorito; el príncipe, en lo poco que le aprovechaba ser de la sangre Real, estando como estaba sometido a la tiranía de D. Álvaro; Pacheco, su ayo, en lo mal premiados que habían sido sus servicios; y cada cual en sus ambiciones y en sus resentimientos...” [18]

 

             “Hallábanse en estos momentos cerca de la Albuera, cuyos campos habían de ser tan célebres algún año por la fecunda cosecha de cadáveres que ha recogido ya la historia” [19]

 

   La consideración de estar relatando una historia desde una perspectiva imposible (la de un narrador anónimo que, desde el presente, tiene acceso a unos hechos pretéritos) impone unas obligaciones ineludibles que se traducen en toda una serie de intromisiones del narrador en busca de un equilibrio inviable; y así, en ocasiones, se recurrirá a unas “crónicas históricas”, cuya inclusión, destinada a dar credibilidad a lo narrado, deja en el aire la duda de su propia existencia (no se menciona quién las redactó, cómo fueron encontradas, etc):

 

             “Dícese que Marinilla se burlaba del nuevo caballero; pero también añaden las crónicas que siempre fue a hurtadillas, y contra el torrente de su popularidad” [20]

 

   En otros casos se impone, en clara contradicción con la actitud dominante, una perspectiva no omnisciente (el narrador declara ignorar qué decisión ha tomado un personaje porque no hay en su rostro ningún indicio de su pensamiento, confiesa no saber qué ocurre en el interior de una estancia pues el último en entrar cerró tras de sí la puerta, afirma que da la visión de los historiadores sin querer polemizar con ellos, etc).

 

             “Difícil es adivinar la idea que le domina, porque ha concentrado su vitalidad en su misma resolución, y ni por un gesto, ni por una mirada, deja traslucir el más ligero rayo” [21]

 

           “El sacerdote y los moros entraron con él. La puerta se cerró, y nada pudimos ver de aquellas ceremonias” [22]

 

             “...y harto respeto yo el saber de los historiadores para que escriba una controversia fundada en mi sola opinión” [23]

 

   La misma finalidad (reafirmar la historicidad de lo narrado) tiene un recurso, frecuente en sus novelas, consistente en incorporar textos poéticos reales de personajes-poetas: Sá de Miranda (Paquita), Camoens, Sá de Miranda y Acuña (La Sigea) o el Marqués de Santillana (que compone “La vaquera de la Finojosa” inspirado en la Jarilla).

   Otras intromisiones del narrador tienen diversas funciones, como la invocación al lector para involucrarlo en una acción que puede resultar inverosímil:

 

            “¡Mujer enamorada que en la soledad has aguardado en vano al amado de tu corazón, tú sola puedes comprender lo que sufrió Jarilla al ver desvanecidas sus esperanzas!” [24]

 

   Pueden desarrollar comentarios moralizantes:

 

             “Preciso es confesar que nunca la impaciencia de las viudas y la precipitacíón de los viejos para contraer esponsales, trajo consecuencias más lastimosas; y yo quisiera que esto que refiero, sirviese de provechosa lección...” [25]

 

   Pueden justificar la inclusión, forzada, de pasajes líricos:

 

             “Ciertamente que al lector no le importará nada que yo ame o no a este arroyuelo; pero falta saber si yo escribo para el lector o escribo para mí” [26]

 

   Pueden explicar la desaparición del relato de todo un grupo de personajes:

 

             “Pero dejemos en Toledo a la corte entera, para no volver a mirar a sus personajes, de los cuales ninguno nos interesa” [27]

 

   Pueden confesar olvidos o supresiones arbitrarias:

 

             “Pero ahora recuerdo que he olvidado un capítulo en que debía explicar cómo el Rey le comunicó a Román la respuesta del arzobispo.

          Escribo sin orden. No sé repartir los sucesos, y esto es malo, muy malo para la novela” [28]

 

           “Este capítulo quedará sin concluir como algún escritor no lo termine, porque a mí no me lo permitiría la indignación de mujer. ¡Paquita! ¡Desgraciadas mujeres portuguesas! Las españolas para consolarnos de nuestra mísera condición nos acordamos de vosotras y de los camellos de África” [29]    

 

   Características muy similares presenta la novela histórica Don Juan de Padilla (1855-1856) [30] de Vicente Barrantes (1829-1998), ambientada en las ciudades castellanas comuneras, Segovia, Ávila y Toledo. La acción se inicia el lunes de Pentecostés del año 1520 cuando el rechazo generalizado a Carlos V empieza a quebrarse con la aceptación entre la nobleza de las primeras regalías y nombramientos. El enfrentamiento entre comuneros e imperiales (sic) culmina, en la novela, con la decapitación de Padilla en Villalar, pero de nuevo corresponderá un protagonismo mayor a personajes imaginarios como Abacuc, el malvado judío traidor a los comuneros, o la fiel Sara que recorre Castilla con su hijo hambriento.

   De gran interés resulta la secuencia que abre la novela: una visión fantasmagórica de Villalar (pasados ya los hechos relatados -un paisaje después de la batalla-, procedimiento narrativo que recuerda los flash-back de la narrativa contemporánea) tomada de las leyendas que circulan entre los campesinos: postrada en el rollo en que es ejecutado Juan de Padilla, una matrona hermosísima, con pies y manos encadenados, llora consolada por otra mujer; a su izquierda, un fraile “francisco de caduco semblante, pero de enérgica expresión”. A los pies de la matrona “con la cerviz hundida en el polvo y las lágrimas de arrepentimiento en las mejillas”, un prócer castellano. Surge un fantasma de “rico atavío y magestoso (sic) continente” con manto y corona que arroja sobre el rollo. Entonces otro fantasma, “asqueroso y cetrino”, recogió la corona y el manto y “huyó de allí como alma que lleva el diablo”.

   Unos frailes franciscanos, entre ellos el toledano Nebrija, interpretan el relato que corre entre las gentes campesinas: la matrona encadenada es Castilla, consolada por la Reina Católica; el procer arrepentido es el almirante de Castilla; el fraile franciscano, el Cardenal Cisneros; el fantasma que arroja los símbolos de la realeza, Carlos V, y quien recoge  manto y corona (y huye con ellos), Felipe II (el tirano de Castilla) [31] .

   Aunque la novela acumula numerosos nombres propios de la historia de España, el pasado funciona en ella como un vago e impreciso decorado teatral ante el que desarrollar una acción plagada de acontecimientos protagonizados por personajes ficticios. Las aisladas intromisiones del narrador no revelan, en ningún caso, un afán de credibilidad, convirtiéndose en meras referencias retóricas:

 

          “...y por cierto que para adquirir fama de veraces y de un tanto puestos en genealogía, debemos de apuntar (sic) que el apellido de su casa era Vázquez y Cepeda” [32]

 

          “Debemos añadir, en honor a la exactitud de nuestra pintura...” [33]  

 

   Nos encontramos, por los rasgos aludidos (desinterés histórico, inverosimilitud, predominio absoluto de la ficción...), en las fronteras del propio género, pues como afirma Isabel Román, “la novela histórica necesita un narrador delimitado, consciente de su papel, que se convierte en figura indispensable: su función es la de ofrecer al lector un mundo periclitado, que no puede narrarse solo (...) Las explicaciones deben provenir de ese narrador. Éste se convierte en un enlace entre el pasado y el presente. Pero debe avalar sus conocimientos sobre la historia: de ahí que recurra a los documentos en que se inspira como garantía de objetividad. Puede decirse que estas dos características configuran la novela histórica que busca la reconstrucción fiel del pasado.  

   Pero el narrador sufre un desgarro entre su deseo de objetividad y sus poderes sobre el relato: de ahí que los recursos utilizados (crónicas, leyendas, manuscritos...) sean manejados por el narrador con plena conciencia de su condición de simples artificios literarios. Comienza a tratarlos en forma irónica, contradiciéndolos, a veces con la complicidad del lector, hasta desembocar en la ausencia de tales recursos o en su parodia declarada (...) Cuando los recursos utilizados comienzan a cuestionarse, y cuando esta figura del narrador pierde sus características, la novela histórica como tal desaparece y deja paso a otra novela entroncada con ella pero que ya no es histórica.” [34]

   Vicente Barrantes es autor de otra novela que, si bien compuso con anterioridad a la comentada, pertenece, desde un punto de vista estético, a un momento  posterior. Si Juan de Padilla es una muestra decadente y epigonal de la novela histórica, Siempre tarde (Madrid, 1852) [35] se inscribe, tanto por su contenido como por los procedimientos expresivos, en el terreno periférico de las derivaciones más banales del género, la novela de folletín, epígrafe que agrupa a un extenso conjunto de novelas de perfil poco preciso (también han sido denominadas “sociales”, “por entregas”, “populares”...). La proliferación de estas obras, en torno a la mitad de siglo, se debe al éxito de traducciones de “las novelas de Eugène Sue, George Sand y algunas obras de Hugo y Dumas hijo. (El folletín) nace (...) de la degeneración de la novela histórica y de la aceptación de determinado sistema de publicación.” [36]

   Sin interés alguno por la verosimilitud del relato, el novelista de folletín acumula sucesos y acontecimientos dramáticos (o más bien teatrales), sorprendentes e imprevistos. La acción, muy rápida, da entrada a elementos de intriga y misterio, al sentimentalismo más desbordado, a una expresión ideológica simple y sin matices. Siempre tarde puede ser calificada como un folletín sentimental que emplea los más variados artificios narrativos del género sin rechazar los más fáciles y efectistas. Como anticipo de su contenido, y de su tono, el narrador afirma en un prólogo (que ocupa esta única línea): “Lector, si no sabes llorar, arroja este libro. Yo lo escribí para las almas sensibles” (cap. I, pág. 7). Se desarrolla a continuación la trágica historia de una joven cuyos pormenores resumimos brevemente:

 

   Presionado por el primo de la joven, el capitán Mateo Flores, permite que su hija Eulogia se traslade de Zaragoza a Madrid para servir en casa del Vizconde de Tavara, Fernando, y de su hermana Camila, tan hermosa como malvada. Cuando Eulogia tiene un hijo de Fernando, Camila la expulsa de casa. Eulogia padece mil penalidades en un cuartucho de una casa de vecinos en que reside con su hijo (se ve obligada a recurrir a usureros, a convivir en un medio inmundo...).

   Cierta noche Eulogia ve un revuelo de gente frente a la casa de Fernando y cuando logra penetrar entre la multitud descubre a Fernando herido de muerte, que en la agonía testa a favor de Eulogia y su hijo, pero debe ocultar el documento ante su hermana. Cuando trata de coger la cruz de su cuello, alguien grita: “¡ladrones!”. Eulogia es detenida y llevada a la cárcel del Saladero.

   Llega Clara desde Zaragoza y busca a su amiga en compañía del sargento Roque (y su perro Napoleón). También ha llegado el capitán Mateo Flores, quien ha matado en duelo al Vizconde (pero éste muere sin declarar quién le hirió). Clara encuentra a Emilio (ahora amante de Camila), su esposo, que en Zaragoza la abandonó (una víctima más en su larga carrera de jugador, corruptor de jovencitas...). Ambos se reconcilian.

   El capitán Flores ha sido encarcelado y se niega a ver a nadie. Cargos contra Eulogia (robo, abandonó a su propio hijo...). El escribano subasta sus muebles.

   Jacobo, enamorado desde niño de su prima, reta a Casimiro Superficie que ha publicado intimidades de Eulogia, y es herido en un brazo (que acabarán amputándole). Don Lucas, administrador del Vizconde, trae a Eulogia, muy enferma, el testamento, ya que deja a Camila en la ruina, y él piensa que ofreciéndole su fortuna la conseguirá (y así es). Eulogia muere tras una larga agonía. El médico no descubre ninguna enfermedad mortal. El capitán Mateo Flores vivirá en casa del vizconde con su nieto, heredero del título y de la hacienda, Roque y Jacobo.

 

   En poco más de 300 páginas se amontonan amores ilícitos, una mujer abandonada con su hijo de pecho, misteriosos hombres embozados, encarcelamientos, duelos, testamentos ocultos, coincidencias inverosímiles...

   De ambiente contemporáneo, la novela sitúa su trama en interiores nobles (teatro real, palacios nobiliarios) e inmundos (degradadas casas de vecinos, cárcel...) al servicio de una vaga denuncia social que queda difuminada por el protagonismo de una sentimentalidad tópica por sistemáticamente trágica. El patetismo en la expresión acompaña siempre los momentos culminantes:

 

             “Cerró Eulogia la carta, llorando como una Magdalena. Un niño de pocos meses que tenía en su regazo iba bebiendo sus lágrimas así como le caían sobre el rostro.

          -¡Ay! -Exclamó la pobre joven con voz muy débil.-Casi todos los crímenes nacen de la desgracia. ¡Engañar yo a mi padre! ¡A mi padre!” [37]

 

             “No queriendo Eulogia fiar su carta de  los carceleros, la arrojó por la ventana de su prisión, envuelta en un papel en el que había escrito también con sangre” [38]

 

             “Y por lo común el alba la sorprendía sentada en el lecho, reclinada la cabeza sobre su hijo a medio dormir en la falda, y cubiertos entrambos por la cabellera rubia de Eulogia, mustia ya y descolorida, como cubre el macilento sauce las estatuas de un sepulcro” [39]

 

   De origen folletinesco es asimismo la tendencia a truncar bruscamente los capítulos en momentos cimeros de la acción, un artificio, bastante elemental, que busca la intriga y el suspense.

 

          “-¡Herido! -Exclamaron todos los circunstantes a la vez, mirándose unos a otros como espantados.

             Echó el mayordomo la capa a lo Talma sobre le cuello de Camila, y salieron del palco precipitadamente. Emilio los seguía” [40]

 

          “-Lee.-volvió a decir el vizconde.

          Camila comenzó a leer.

                        Madrid 2 de enero.

          “Señor don Mateo Flores...”

          Abrióse en esto la puerta del gabinete, y entró el mayordomo azorado” [41]

 

          “-Tomad... tomad... padre mío.

          Al ir a cogerlo el sacerdote, oyó que abrían la puerta de la alcoba, y asido del crucifijo de marfil, adelantóse gritando a doña Camila:

          -¡Atras! ¡Atrás! ¿Quién profana el asilo de la muerte?” [42]

 

   Aunque nos encontramos, una vez más, ante una obra fallida, ciertos aspectos merecen alguna consideración. El relato es narrado desde una perspectiva omnisciente, y, sin embargo, la obra incorpora otros ingredientes narrativos: cartas que se cruzan varios personajes, fragmentos de un diario (que Eulogia escribe en la cárcel), noticias aparecidas en la prensa, y hasta capítulos dramatizados (LXVIII y LXIX). La inmersión de la protagonista en el bajo mundo de Madrid provoca la inclusión de cuadros de costumbres (en especial, el capítulo XXV) que describen el ambiente humano y reflejan sus hábitos lingüísticos, un castellano incorrecto y desgarrado (probablemente el único acierto estilístico de la novela).

   Como es habitual en las formas folletinescas, las intromisiones del narrador, muy frecuentes, carecen de una función precisa exigida por el relato. Se trata de intervenciones caprichosas, humorísticas o paródicas, que no tienen siquiera, debido a las numerosas contradicciones lógicas, la pretensión de ser creídas; y así, en el capítulo tercero, tras un diálogo entre el director de una revista y un desconocido, se afirma:

 

              “A decir verdad, al lector no le importa un bledo que le digamos o le callemos el nombre del otro personaje de este capítulo; pero no así a la lectora (...) ese anónimo, ese misterio vivo (...) éramos en persona nos el autor de Siempre tarde... “ [43]

 

   Las tópicas referencias a una crónica (herencia de las novelas históricas: “y aun Napoleón (un perro), cuenta la crónica, que le andaba buscando las pantorrillas al escribano”, pág. 109) se alternan con comentarios que limitan la omnisciencia del narrador:

 

             “Como no son de contar sus pensamientos, ahorraremos al lector de (sic) los que tuvo desde el teatro real hasta la Bolsa. Bien puede quedarnos agradecido” [44]

 

          “...Y aun nos parece (a nos, el autor) que dijo también algo de la inmortalidad del alma” [45]

 

   En otras ocasiones, el narrador subraya las emociones de una situación (“Desde aquel punto perdieron entrambos la razón. Era horrible de ver la escena”, pág. 208) o expresa la verdad (?) que pretende demostrar con su obra:

 

             “Y pues ha llegado el caso de que el autor hable por su propia cuenta, debe confesar paladinamente que el objeto de su libro, parézcale a la crítica lo que le parezca, es probar esta triste verdad, señora del mundo:

                        El bien siempre llega tarde” [46]

 

  No son infrecuentes, por último, las intervenciones humorísticas o el tratamiento irónico de algunas situaciones:

 

            “-¡Mi padre! -Gritó Eulogia, cayendo de rodillas con las manos hacia el cielo y los cabellos    erizados.

            -¡Vaya un lío! -murmuró el escribano, conmovido como si no lo fuera” [47]

 

   Como una muestra más de folletín sentimental hay que citar la novela escrita por Adelardo López de Ayala, Gustavo, compuesta en 1852, pero no publicada hasta 1908 en la Revue Hispanique por Antonio Pérez Calamarte (propietario del manuscrito autógrafo). Más conocido como dramaturgo, López de Ayala (1828-1879) pertenece a una generación de transición, cuya trayectoria evoluciona desde una formación e inicios románticos hacia una estética realista, mayoritaria en su obra dramática de ambientación contemporánea, crítica y moralizante: “No es aún un realista convencido: elimina de su obra todos los elementos desagradables, por considerarlos nocivos al arte (...) Pero tampoco es ya un adepto del teatro romántico estridente, violento, (...) recoge en sus fórmulas temas de la más palpitante actualidad: la voracidad de los “capitanes de la industria”; la corrupción delas costumbres; el ansia de poder; la crisis de la ética tradicional, etc. En definitiva, Ayala contribuyó valiosamente a salvar el vacío que produjo la decadencia del teatro romántico y sirvió de puente para nuevos planteamientos dramáticos.” [48]

   Como señala el editor, la novela fue compuesta tras el éxito de crítica y público de su primer drama (Un hombre de estado, de 1851, sobre la figura del extremeño Rodrigo Calderón) cuando Ayala, recién llegado a Madrid, tiene veintitrés años. En la novela, Gustavo, joven procedente de Castilla la Vieja, formado en estudios artísticos por la Universidad de Salamanca, con 22 años, se encuentra en la capital donde su primera obra dramática ha conseguido una extraordinaria acogida. La consideración de que las conexiones biográficas del relato eran excesivas llevó a Ayala a sustituir en el texto las palabras “poeta” y “obra dramática” por “músico” y “ópera”. Pérez Calamarte recoge además de Adolfo Bonilla y San Martín [49] el relato de los avatares por los que pasó la novela, finalmente prohibida por el censor.

 

             “No creo llegase a escribir Ayala la segunda parte, por las dificultades que hubo de hallar la publicación de la primera. En efecto, a la vuelta de la cuartilla 256 está la siguiente nota, de puño y letra del Censor: Censura de novelas. Madrid, 27 de mayo de 1852. Se prohíbe la publicación de esta novela. José Antonio Muratori” [50]

 

   A pesar de su carga autobiográfica (reducida posiblemente a la figura del protagonista) y a la ambientación contemporánea de la trama, la novela desarrolla un argumento repleto de acontecimientos efectistas y teatrales sin el menor asomo de verosimilitud.

 

   Tras el triunfo de su primera ópera, Gustavo vive en Madrid días de vino y rosas, acompañado de sus amigos de estudios Guillermo y Moncada. Los tres conversan sobre Elena, joven hermosísima enamorada de Gustavo, y de la Condesa. Sus amigos le dan consejos contradictorios sobre el talante adecuado del “genio” en la corte (ambicioso o indiferente a todo lo que no sea la creación). Gustavo recibe asimismo la felicitación, y nuevos consejos, del Conde de San Román.

   Gustavo visita a Elena ante la que se muestra indeciso. Ella observa con cierta melancolía la indeterminación del joven ahora que ha alcanzado el éxito en la corte. Cuando éste sale, oye a un criado anunciar la entrada del Conde San Román. El Conde comienza su labor de zapa aunciando a Elena que Gustavo se batirá en un duelo por una mujer (un rumor falso que corre por Madrid), pero tiene que retirarse desconcertado por la firmeza del amor de Elena hacia el joven. Este visita a la Condesa: ambos están apasionadamente enamorados (pero la nueva cita coincide con la visita prometida a Elena). Cuando se despide, un criado anuncia la llegada del Conde.

   El Conde anuncia someramente a la Condesa un plan para separar a Gustavo de Elena, convencido de que lo aceptará (pues sus intereses son comunes). El plan, muy complicado, consite en que la Condesa, despechada porque Gustavo no ha acudido a la cita (en efecto, ha preferido ir junto a Elena) escriba a éste una tarjeta en que le anuncia su marcha a París. Cuando le llega, el Conde, de visita en casa de Gustavo, le aconseja que la cite en el jardín de una casa de baños de una amiga de la Condesa (asegurándole que es falso que se marche, que está dolida pero enamorada, etc.). Gustavo escribe esa carta y la envía a la Condesa. El Conde va a casa de ésta y le exige, con amenazas, que le entregue la carta (y que enviará ahora a Elena). Elena recibe la carta y, creyendo que en ese lugar Gustavo se batirá en duelo, acude al jardín en compañía de una criada.

   El Conde lleva a Gustavo a la casa de baños, en donde le esperan varios servidores: una vieja Celestina, varias prostitutas y un par de rufianes. La vieja Doña Martina consigue encerrar en el jardín a Elena que espera durante horas y queda dormida en un banco. Dentro de la casa se celebra una auténtica orgía a la que acuden los amigos de Gustavo. Elena despierta y contempla, horrorizada, el interior de la vivienda, a Gustavo borracho seduciendo a una mujerzuela, etc. El Conde de San Román dice a Gustavo que en el jardín hay una prostituta (que estaba en una habitación cercana y ha reconocido la voz de Gustavo, por lo que ha huido al jardín). En él, Gustavo encuentra a Elena y cree toda la historia urdida por el Conde. A pesar de ello, ambos se muestran muy atraídos, y cariñosos, por lo cual el Conde llama a todos los amigos para que bajen al jardín. Elena afirma que ha muerto y todos, creyéndola borracha, la montan en una silla de manos e inician una macabra y burlesca manifestación de duelo mientras los músicos cantan el “De profundis”.   

 

   Sobresale en este cúmulo de sucesos el protagonismo absoluto de la pasión amorosa (pura, frívola o carnal), en torno a la que giran siempre diálogos y situaciones. En contra de lo que sugiere el título de la novela, será el Conde de San Román quien se convierte en el rector del destino de unos personajes movidos, como marionetas, por su perversa astucia.

   En la novela, podemos encontrar aún supervivencias románticas, especialmente en la pintura de caracteres (Elena, prototipo de mujer angelical e inocente que responde siempre con el bien; Gustavo, joven generoso e idealista, ingenuo e indeciso...), pero la sucesión de peripecias melodramáticas sitúa la obra entre las aportaciones más superficiales de la transición entre la novela romántica y la novela realista.

   Características de los relatos folletinescos, las intervenciones del narrador, superfluas en su mayoría, buscan el contacto con un lector popular mediante guiños de complicidad o comentarios humorísticos:

 

             “¡Qué bello, qué delicioso aparece el mundo a los ojos de un joven que por primera vez se enamora y se embriaga! (...) Perdonad, queridos lectores, estas reflecsiones estravagantes inspiradas por el bullicioso espectáculo de una brillante y esplendorosa orgía” [51]

 

             “Vosotras, amables y delicadas lectoras, nunca podréis conocer a fondo el corazón humano, porque nunca habéis asistido a una orgía” [52]

 

             “Figúrese el lector una sala bastante espaciosa y adornada con más elegancia que lujo” [53]

 

             “Ya habrá sospechado el lector que estamos en casa de Gustavo” [54]

 

             “Figúrese el lector una prosaica sala de recibo en una casa de huéspedes, y con eso me evitará la molestia de describirla” [55]

 

             “...Será conveniente que sepa el lector el medio de que se valió el Conde para alejarla de aquel sitio” [56]

 

   La formación dramática de Ayala explica, sin duda, ciertos descuidos (como la irrupción brusca en la narración de un lenguaje de acotación escénica):

 

             “Salió Luisa, y Elena se puso de rodillas delante de una virgen que había en la sala: cruzó sus manos temblorosas y le pidió que salvara a su amante. La infeliz no se acordó de rezar. Un coche para a su puerta: se levanta involuntariamente, recoje el manto que Luisa le había dejado encima de una silla, y como si fuera huyendo de una sombra, sale la trémula vírgen de su casa” [57]

 

 

            Hacia el Realismo.

 

   La distinción entre las formas narrativas románticas (novela histórica y sus derivaciones, costumbrismo) y las primeras manifestaciones de la narrativa realista no es tarea fácil puesto que entre ambas no se produjo un deslinde brusco ni las segundas surgieron como un rechazo de las primeras (el Realismo es “a un tiempo la continuación y la disolución del Romanticismo”) [58] Por una parte, la novela histórica, con sus pretensiones de objetividad y reconstrucción fiel de épocas pasadas, traía inseminado el germen del Realismo; por otra, el Romanticismo cultivó géneros (costumbrismo) que están en el origen de la nueva estética. No es extraño, por ello, que encontremos obras, y aun trayectorias literarias enteras, que participen de ambas corrientes (piénsese en la producción de Alarcón, Fernán Caballero, Pereda, Coloma...). La producción de los autores regionales también ofrece novelas de transición que aceptan nuevas formas y procedimientos narrativos sin renegar de los antiguos. En general, la tendencia de este periodo de tránsito, tanto a nivel nacional como regional, fue a defender tesis expresas mediante una acción situada en el presente, sin olvidar motivos, personajes y situaciones de clara filiación romántica.

   Junto a los relatos situados en el pasado, Carolina Coronado escribió dos novelas de ambientación contemporánea: Adoración (1850) y La rueda de la desgracia (1873). En ambos casos la historia es relatada por uno de los personajes participantes en la acción. La trágica historia de Adoración, joven hermosa “manipulada por unas relaciones sociales basadas en el engaño, la maledicencia y el ocio” [59] es relatada por un político y diplomático más interesado por la vida galante que por las cuestiones de estado. Las tesis preferenciales de la Coronado (profunda deshonestidad de las clases altas, defensa de la mujer...) se conjugan con un desenclace desolador muy del gusto romántico (la joven muere en una decisión suicida de resistir bailando valses hasta el agotamiento).

   Con La rueda de la desgracia Carolina se desprendió de gran parte de las influencias románticas para aproximarse al terreno de las nuevas manifestaciones realistas. En efecto, la novela atiende a las tres facetas señaladas como peculiaridades esenciales del Realismo: objetividad, voluntad de encajar los personajes en un entorno complejo y dinámico, y el deseo de reflejar la vida contemporánea.

   Ambientada casi en su totalidad en un caserío vasco, junto a Loyola y a San Sebastián, la obra relata el progresivo descubrimiento por parte de uno de los personajes (la novela se presenta como “manuscrito de un Conde”, de Enrique, Conde de Magacela, sin que se den mayores precisiones) de una historia terrible de degradación personal. Recordemos brevemente los pormenores de su argumento.

 

            De regreso de sus posesiones en Andalucía, Enrique recibe la desconcertante noticia del suicidio de su amigo Virgilio y de la delicada situación económica en que deja a su familia (su madre, obligada a vender su casa de Madrid morirá en brazos de Enrique, la esposa y la hija permanecen en el caserío vasco). Nombrado por su amigo albacea de sus bienes (unas casas y unos valores que ningún banquero se atreve a negociar), Enrique se traslada a la casa de Ángela de quien sigue enamorado.

             Entre los enrevesados relatos de Leonita, hija de Virgilio, y las escuetas y disciplentes respuestas de los sirvientes Enrique va descubriendo cómo toda la hacienda, incluyendo las joyas familiares, están hipotecadas. Sus indagaciones van apoyando la sospecha de que Virgilio se suicidó al descubrir que no tenía otra forma de superar su adicción al juego (en una región plagada de casinos clandestinos tolerados por las autoridades). Tras numerosos avatares Enrique descubrirá, sin embargo, que es su adorada Ángela la causante de la ruina familiar (y la culpable de la muerte de Virgilio).

 

   Frente al empleo de puntos focales distintos y contradictorios de novelas anteriores, la narración llega al lector, en este caso, desde la perspectiva de un personaje/narrador que, lógicamente, sólo domina su propia interioridad. El artificio narrativo permite construir un relato de intriga en el que los acontecimientos permiten dobles lecturas y en donde los indicios de lo ocurrido serán interpretados por el narrador (enamorado de Ángela) siempre de modo erróneo:

 

       “-¡Y mi pobre prima!

                        Una sonrisa incalificable de amargura, de desprecio y hasta de odio se dibujó en los labios de                                                Marcelo.

               Aquella sonrisa me puso fuera de mí, y me separé de él fríamente” [60]

 

          “-A mi cuarto.

          -¿Por qué tan temprano?

          -Leonita se duerme y me voy al lado de su camita.

               ¡Qué madre, qué santa, qué adorable, mujer! ¿Cuándo tendría yo derecho a no separarme de su lado?” [61]  

 

   Aun siendo Ángela un personaje secundario de escasas apariciones, la trama gira en torno a su figura. El procedimiento resulta un acierto ya que deja sugerida su terrible tragedia personal a la imaginación del lector, que va descubriendo la verdad de modo progresivo (al fin sabremos que Angela abandona por las noches su casa, su hija enferma y sus amigos para continuar jugando a la ruleta una vez que Enrique ha librado toda su hacienda, y la de sus criados, de una hipoteca, siempre con la esperanza de un golpe de suerte: “-No te pido más que una semana de paciencia”).

   La perspectiva de un personaje/narrador pasa a ser un ingrediente esencial del relato pues permite estructurarlo como una búsqueda que culmina con un hallazgo postergado hasta las últimas páginas de la novela (e incluso permite que la solución del enigma que propone sea descubierta por el lector antes que por el narrador).

   El uso de este artificio narrativo no le impide a Carolina insertar comentarios que expresan la tesis central de la novela (y que le dará título: el juego como una lacra social que comienza a corroer la clase social a la que ella misma pertenece):

 

             “La rueda de la desgracia, como la llamaba Angela en su carta, que seguiría dando vueltas para destruir otras familias del mismo modo que había destruido la de Virgilio. ¿Qué quedaba de esta familia? Virgilio suicidándose, su madre muriendo loca, su viuda encerrada en un convento, su hija acometida de accidentes y abandonada en la orfandad y la indigencia” [62]

 

             “¡Ah! niños que tenéis madre; ¡corred a estrecharla en vuestros brazos, y pedid a Dios que nunca pase sobre su cabeza la rueda de la desgracia, que ha dejado abandonada a la pobre Leonita!

             Y cuando os digan que cerca de vosotros pasa esa maldita rueda, dorada a fuego en las máquinas de Lucifer, tende cuidado de cerrar los ojos y hacer la señal de la cruz” [63]

 

             “Ved la Alemania, desde Guttenberg hasta Bismark. ¡Qué diferencia de aquellas caravanas de alemanes que venían con sus prensas, sus letras, sus moldes, su papel, a extender la ilustración en España, y esos tahúres cargados con sus ruletas” [64]

 

   Otras  intervenciones incorporan denuncias habituales en su obra, como la tiranía ejercida sobre la mujer.

 

             “¡Aquella bandera protectora y hospitalaria, regazo de madre para el inglés donde quiera que ondea; salvadora en los mares, arco iris de los emigrados, se pliega, se recoge, no da sombra para una mujer, para la mujer inlgesa! (...) La inglesa no es nunca la compañera del hombre, es la primera entre sus súbditos, la última entre sus deudos” [65]

 

   Encontramos asimismo intromisiones presentadas como reflexiones del narrador o intervenciones de algún otro personaje:

 

             “-...Somos una república modesta, en la que se trabaja más que se habla, y crea V. que esas gentes de Castilla que hacen tanto ruido con su democracia, nos parecen republicanos de pega. Nosotros, aunque ellos nos llaman realistas, podemos, con nuestros fueros, pasarnos sin rey. Ellos no. Alquilarán uno y otro desdichado príncipe, y se colgarán cuantas cruces y escudos puedan hallar en el arsenal de la aristocracia” [66]

 

             “con las armas socialistas. Los socialistas, señor conde, los que bebieron en la fuente de Pi aquella amarga doctrina que ahora arrojan por boca y narices, esos son los que producen el pánico” [67]

 

             “El hijo del antiguo y conocido barbero Valderino, es hoy marqués de su nombre, y el heredero del antiguo marqués de Rávago es hoy cirujano romancista.

             ¡Cómo engordan las sanguijuelas! ¡Cómo adelgazan los señoríos hasta terminar en lanceta!” [68]

 

   El sentido del humor, ingrediente habitual en su prosa,  aflora en varias ocasiones (el cap. XVII, por ejemplo, presenta a un primo de Enrique, jugador de ruleta, con el epígrafe: “Otro primo”):

 

          “-Este es Marcelo, me dijo Leonita con tono importante, el que corre conmigo todos los días y me lleva en la lancha de pie, sin remos, hasta el puente.

          (...)

          -Este es mi tío, dijo Leonita presentándome a Marcelo, el que trajo el pájaro mosca, que se murió, y el que tiene el perro de caza negro.

             Yo me incliné a mi vez, y Marcelo y yo nos miramos desde aquel momento con la consideración que se deben dos personas cuyos antecedentes les recomiendan” [69]

 

          “-El barón de Hchkhtpsklyh-Skprhftk, dijo el duque, acaba de sufrir la amputación del brazo” [70]

 

   Si la irrupción de la novela realista provocó en otros narradores el abandono de la novela (piénsese en Fernán Caballero, tradicionalista y monárquica, que deja de escribir en 1868), Carolina Coronado encontró en las nuevas formas suficiente atractivo como para incorporarse a ellas con esta novela. Es cierto que su contenido puede ejemplificar las dificultades con que el historiador de la literatura se enfrenta a la hora de deslindar unos movimientos de otros, pues el Romanticismo, en que debe inscribirse la mayor parte de su producción narrativa, sobrevive aún en varios rasgos de la novela: el personaje/narrador (generoso, íntegro, desprendido, renunció a la mujer amada por la amistad con Virgilio, pone a disposición de Angela y su hija toda su fortuna, y la perderá....), es de clara estirpe romántica, motivos como el suicidio o las muertes patéticas poco creíbles, la propensión hacia las imágenes fantasmales (un capítulo lleva por título: “Una aparición”) o terroríficas:

 

             “...y un demonio con un ojo de sangre y más de doscientas varas de rabo, pasó por cima de nosotros lanzando penetrantes alaridos, y fue a meterse en un agujero cavernoso de la montaña” [71]

 

             “-¿Qué es, qué pasa? preguntó detrás de mí una fantasma envuelta desde el cuello hasta los pies en un ropón blanco” [72]

 

   Creemos, sin embargo, que la obra podría calificarse (sin negar su condición de novela de tránsito) como realista, pues los ecos románticos mencionados tienen en la obra un peso menor que otros rasgos pertenecientes a una sensibilidad muy distinta. En uno de los abundantes pasajes destinados a describir el paisaje y los campesinos vascongados, Carolina introduce el siguiente comentario:

 

             “Un hombre de boina encarnada iba de pie en una lancha sin remos, conducida por la marea, como pintan a Neptuno con su tridente; pero no hay que pensar que iba así por lujo de poesía. Su lancha había de volver con la marea baja conduciendo las manzanas de su heredad” [73]

 

   La cita refleja todo un cambio de talante estético y define una nueva actitud: la novela pretende reflejar una realidad cotidiana y contemporánea, y por ello adosa su trama en un contexto real habitado por unos personajes creíbles; y este es el sentido de las descripciones paisajísticas de las riberas del Urumea (irrelevantes para la acción), la inserción de tradiciones del folclore vasco (a las que dedica todo un capítulo, el décimo), las tesis y denuncias de la obra (pues reflejar la realidad siempre suele ser una invitación para transformarla en una u otra dirección) o el propósito de reproducir los hábitos lingüísticos de los personajes: una mujer inglesa que conoce deficientemente el castellano, una niña...

 

             “-Andrea le dijo que tenía una casa, y él le dijo que si otro quería una casa él daría dinero, y entonces Andrea me trajo y se lo fue a decir a monsiur, y el monsiur tomó la casa y le dio el dinero a Andrea, y Andrea le dio el dinero a mamá, y Paulo vendió también la tierra de maíz, y el dinero se lo dio a Andrea, y Andrea no tiene ni esto... -concluyó la niña tocando con los dientes la uña de su pulgar” [74]  

 

   El lenguaje, sin abandonar viejos resabios románticos, no duda en incorporar términos de registros lingüísticos no utilizados antes: “operaciones bancarias”, “valores”, “hipotecas”, “letras negociadas”, “renta”, “bolsa”, “endosar papel”...

   En la misma dirección (huida de las formas periféricas románticas para enlazar con los postulados realistas) se encuentra la novela de Antonio Hurtado Valhondo (1824-1878), Corte y cortijo (Madrid, 1870) [75] , calificada por el autor como “novela de costumbres contemoráneas”. Rechazando el influjo foráneo en la narrativa española (en especial, el afrancesamiento) y remitiéndose a la literatura “realista” clásica (Cervantes, Quevedo, la novela picaresca...), el novelista se propone “poner en parangón las costumbres de la aldea y las costumbres de la corte”. El resultado, sin embargo, está muy lejos de este propósito, desdibujada su pretensión costumbrista por su tendencia moralizante, y aunque trata de alejarse de los lugares comunes del folletín (“Cierto que no hallarás en él toda esa balumba de aventuras maravillosas, que acaban por fatigar el entendimiento más crédulo y bobalicón”, Prólogo), a medida que avanza la narración, recae en ellos con demasiada frecuencia (“Intenta, además, alejarse del folletín, sin conseguirlo”) [76] .

   La novela, extensa y prolija, relata los avatares de dos historias amorosas que protagonizan Carolina (rica heredera de un terrateniente apegado a la tradición) y su prima Luisa (educada con total libertad en ambientes cortesanos y galantes), dos jóvenes que se mueven en círculos muy distintos, pues si la presencia de la primera restringe el horizonte narrativo a un cortijo y una aldea cercana, la segunda abre los espacios de la novela desde la corte a las ciudades europeas de moda, frecuentadas por la aristocracia española (París, Ginebra, Baden-Baden...).

   Sobre una narración de perspectiva omnisciente, la historia avanza ayudándose de otros ingredientes narrativos: cartas (muy numerosas), crónicas periodísticas, cablegramas, informes policiales, narraciones intercaladas (como la “Historia de un farsante” relatada en primera persona por uno de los personajes), elementos que confluyen en una novela construida mediante las técnicas del paralelismo y el contraste. En efecto, la narración tiende a avanzar en dos planos paralelos desarrollados de modo casi siempre simultáneo, rasgo este que, si bien dota a la novela de un equilibrio “clásico”, adolece de cierta inverosimilitud.

   Carolina y Luisa, huérfanas de madre, son el producto de dos estilos de educación de la mujer (el auténtico problema abordado en la novela), ambos extremos. Si la primera sufre la intransigencia de su padre, don Justo (amedrentado por la negativa influencia de los hábitos sociales y morales de su tiempo), Luisa goza de una libertad sin límites y apenas sin normas en que la ha dejado crecer su padre, don Pablo (tanto la amistosa amabilidad de éste como la despótica tiranía de áquel no son sino indicios de una absoluta dependencia respecto de sus hijas).

   Al fin, tanto una como otra harán una elección errónea: Luisa abandonará a su padre por seguir al príncipe de Friesenberg (un farsante cazadotes) y Carolina hará lo propio con Claudio (un honesto aldeano, tomado por un cazadotes)..., y todo ello en el mismo día:

 

             “En un mismo día nos han abandonado nuestras hijas; a ti en los momentos en que pensabas abandonar tu sistema de represión para hacerla conocer el mundo; a mí en los momentos en que pensaba abandonar mi sistema de amplia libertad para encerrar a Luisa en condiciones más estrechas. ¿Qué significa esto? ¿Es que es tan errado un sistema como otro? ¿Es que la represión conduce a la rebeldía, y la libertad al extravío?” [77]

  

   Cuando ambos hermanos se abrazan al final reconociendo los errores en la educación de sus hijas, un cura, presente en la escena, exclama: “en un medio está la virtud: ¡Ni siempre corte, ni siempre cortijo!”. 

   La perspectiva omnisciente del narrador parece limitarse con la presencia de elementos narrativos como los citados más arriba (cartas, informes de la policlía...). Su funcionalidad, sin embargo, es dudosa (toda esa información podría haber sido dada por el narrador) y parece deberse a toda una tradición literaria en la que la obra se apoya. Las intervenciones del narrador son muy numerosas: introduce breves narraciones autónomas para justificar sus posiciones ideológicas, interpreta las cartas, trata de explicar el comportamiento de sus personajes...

 

           “¡Qué delicado es nuestro organismo! El más pequeño incidente le conmueve y le trastorna por completo” [78]

   (Sigue una prolija interveción para justificar la actitud de un personaje)

 

   Las constantes invocaciones al lector (“el lector suplirá...”, “el lector querrá saberlo...”, “¡juzgue el lector...!”) alternan con otras intromisiones que, en contradicción con el punto de vista dominante, limitan la onisciencia del narrador, en un juego continuo.

 

             “¿Qué rumbo tomaron entonces sus ideas?

          ¡Quién puede adivinarlo!

          Carolina permaneció largo tiempo pensativa; leyó y releyó la carta maquinalmente...” [79]

 

             “No podemos afirmar ciertamente que fuera esto mismo lo que sintiera Carolina; lo suponemos y lo deducimos en vista de su desvelo” [80]

 

 

          “¿Qué sintió Carolina al leer esta carta? No lo sabemos; sabemos sólo que la leyó y la releyó repetidas veces; sabemos que en más de un pasaje murmuró: Claudio tiene talento. Hay quien dice si suspiró durante la noche con frecuencia. Lo ignoramos” [81]

 

   Muchos de los tópicos del Romanticismo mayoritario pueden encontrarse aún en Mar de fondo, de Francisco Rebollo Parras, publicada en Madrid en 1888. Descubierta por Manuel Pecellín [82] y reeditada recientemente (DPDB, 1993), apenas si tenemos algún conocimiento de la trayectoria vital de su autor. Educado en el seminario de San Atón, Rebollo se traslada a Madrid en donde cursa la carrera de Derecho, si bien preferirá la vida del periodismo y de la enseñanza en la ILE. Rebollo muere en 1879 sin editar la novela, algo que hará Hermenegildo Giner de los Ríos (hermano de Francisco) informando en un prólogo de la condición de “borrador” del texto: “Tenía Rebollo escrita, de la manera apuntada, esas cuartillas, con decidido empeño de darlas a la estampa cuando se hallase con tiempo, con humor y con editor propicio. A su familia le agradó, como es natural, la idea de poder honrar de algún modo el recuerdo del que fue modelo de hijos y de hermanos, y a la justa idea de que obtengan honra y acaso provecho, aunque exiguo, prestó su concurso el que estas líneas escribe, imponiéndose la ardua tarea de coleccionar las desparramadas cuartillas que fueron apareciendo poco a poco, pero ni todas ni legibles. En la absoluta imposibilidad de completar la obra, muchos capítulos se encontraban escritos repetidas veces, ora al principio, ora al medio, ora al fin, limitéme a recoger lo indispensable y prescindir de los superfluo para recomponer un todo, que no sé si satisfará al malogrado amigo si lo viera, pero a mí, por ser el zurcidor de los retazos, sé bien que no me satisface” [83]

   La obra, en efecto, adolece de numerosas deficiencias (se publicó con el epígrafe: “Borrador de una novela”) y resulta irrelevante si pensamos en el resultado literario final. Desde el punto de vista de las intenciones, sin embargo, el relato presenta elementos de interés. Tanto Pecellín como Nicolás Miñambres (autor de la introducción y notas de la edición de 1993) ven en ella una obra con una notable carga autobiográfica (“no parecen existir dudas respecto a la exactitud informativa que se refiere al origen autobiográfico de la obra”) [84] en que el novelista, desde posiciones muy críticas, recuerda su paso por el seminario pacense. Las tesis ideológicas acercan la novela a los postulados krausitas que denunciaron la intolerancia religiosa y defendieron una armonización entre religiosidad y racionalidad.

   El vicerrector Fray Martín del Espíritu Santo (“dogmatista, severo y autoritario como los siglos teológicos que constituyen su más ardiente ideal”) [85] simboliza en la novela esa intransigencia descarnada que se denuncia como una lacra de la formación religiosa:

 

             “aquellas inteligencias atrofiadas de los semi-salvajes seminaristas, que están educándose para perdición de ellos y de la sociedad en que vivan mañana. Tú no sabes lo que es el Seminario y la influencia de lo que sale de allí un día” [86]

 

             “en cuanto la conciencia significa la concepción espontánea de su propia esencia y virtualidad, sin pauta o motivo exterior que no sea ella misma y la Religión es el símbolo de estas mismas concepciones, encerradas concreta, taxativa, detallada y casuísticamente en el articulado de un código. Exagerar la primera es quizá llegar al racionalismo; ceñirse estrictamente a la segunda, no viendo en ella más que la letra, es parar sin remedio en el fanatismo ciego y cruel de una falsa moral” [87]

 

   Frente a esta actitud clerical intransigente se defiende una religión basada en la interioridad e intimidad que no repugne a la razón y a la conciencia personal.

   Mar de fondo es, en el aspecto ideológico e intelectual, una obra que participa de preocupaciones de su propio tiempo (la incultura del pueblo llano, la discriminación educativa y el sometimiento de la mujer, el fenómeno del caciquismo -veintiséis años antes de que lo afrontara Felipe Trigo en Jarrapellejos-...). Desde un punto de vista literario, sin embargo, la novela ha de ser considerada como un producto epigonal del Romanticismo, impregnada además por las peores derivaciones narrativas de este movimiento. Las tesis religiosas y sociales, propias del primer Realismo, ingenuo y maniqueo, conviven con una trama argumental que apela a las soluciones más teatrales de la novela de folletín. Las situaciones narrativas melodramáticas, cargadas de patetismo, se suceden en torno a una historia de amor en que los enamorados han de vencer dificultadas sin cuento y sin mesura entre contingencias abrumadoras: juramentos en el lecho de muerte, encarcelamientos, fugas, robos, calumnias, delaciones...

   Despreciando el entorno -es “una novela ausente de paisaje”- [88] , el narrador nos lleva por interiores lóbregos en donde sus habitantes labran la traición, el engaño o la desdicha. Tanto los personajes negativos (auténticos malvados de opereta) como aquellos descritos con gran simpatía artística “sobreactúan”, al borde siempre de su propia parodia:

 

             “La desventurada señora quiso balbucear algunas palabras, pero no le fue posible y comenzó a agitarse como presa de la convulsión de un epiléptico.

             Carlos se presentó entonces en la puerta de la habitación con los ojos inyectados en sangre, contemplando como en arrobamiento caliginoso el cuadro que se ofrecía a su vista.

          -Acaba de asesinarla, miserable -gritó rugiendo cavernosamente y queriendo devorar con la mirada a don Bruno” [89]

  

   Si las divagaciones críticas o filosóficas y las tesis morales y religiosas aproximan el relato a las primeras manifestaciones realistas, la novela, por su construcción y por su estilo (una fatigosa dicción interjeccional al servicio de sentimientos desbordados) pertenece al ámbito periférico de las últimas manifestaciones románticas. El narrador, omnisciente, se introduce en el relato con comentarios metaliterarios destinados, en la mayor parte de los casos, a guiar al lector por una trama intransitable:

 

             “En una de estas las encontramos en la tarde del día, a que se refieren los anteriores sucesos” [90]

 

             “Media hora después de lo referido tocaba la campana de San Gervasio con una especie de tañido siniestro que hizo estremecer a los colegiales del Seminario, según vimos en la celda de Carlos” [91]

 

             “Ya sabemos por la doncella de Adelaida, por Margarita, que atravesaba la plaza con un caballero, que no era otro que Fernando Serantes” [92]

 

   En otras ocasiones, el narrador deja su impronta en ironías (el capítulo VIII en que se narra la injusta expulsión del protagonista lleva por título: “Una justicia de Seminario”) o en comentarios que subrayan emociones (que no necesitaban subrayado alguno):

 

               “La anciana no paraba en sus desgarradores lamentos. Partía el alma” [93]

 

   Aunque aborda un tema distinto (frecuente en los narradores regionales, el “desprecio de corte y alabanza del aldea”), Pecado venial (Plasencia, 1910) [94] de Pedro Sánchez-Ocaña y Acedo Rico (1880-1945) desarrolla su trama argumental siguiendo el referente de Corte y cortijo, de Antonio Hurtado, con un grado de coincidencias que llega a resultar desconcertante. Como ocurría en la obra del novelista cacereño, la novela de Sánchez-Ocaña se desarrolla en dos escenarios presentados como antagónicos: el campo extremeño, en el que crece María Luisa, hija de los Marqueses de Monteazul, y el ambiente cortesano de la capital, frívolo y galante, en que se educa Luz, hija de los baroneses del Brezal. En la hacienda de Monteazul María Luisa conoce a Luis, joven educado en la ciudad que contempla el mundo campesino con un distanciado tedio, al tiempo que Manolo Sandoval, hijo de otro terrateniente extremeño lindero de los Marqueses, se encuentra en Madrid con Luz, centro de atención de todas las miradas masculinas en las numerosas reuniones sociales que frecuenta. Como era previsible, tras contraer matrimonio parejas de distinta educación y preferencias, Luis y Luz confiesan su hastío durante las temporadas de estancia en el campo, mientras que Manolo Sandoval y María Luisa evidencian su inadaptación a una vida cortesana que no comprenden. En el desenlace de la novela, son estos últimos quienes abandonan la capital para reconocer su error en la soledad de sus haciendas. Cuando Sandoval hace una visita de cortesía a María Luisa, esta termina por ordenar a las sirvientas: “-¡Poned otro plato en la mesa. El señorito Manolo, se queda esta noche aquí!...” (pág. 153)  

   Es evidente que Sánchez-Ocaña concibió la novela como una imitación, y un homenaje, al relato de Antonio Hurtado. El empleo de una construcción narrativa paralelística y equilibrada (rasgo definidor de Corte y cortijo) se traduce aquí en el hecho de que los dos ámbitos de la acción ocupan un espacio idéntico: vida campesina (diez capítulos), vida cortesana (diez capítulos), más un “Epílogo” (para no romper la simetría, pues se trata, en realidad, de un último capítulo) que relata el desenlace de la trama. La técnica del contraste perfila el talante de los personajes, masculinos y femeninos (atraídos por el terruño / deslumbrados por la ciudad), e incluso sus nombres evocan a personajes de la novela de Hurtado Valhondo: Manolo Sandoval / Julio Sandobal (ambos acaudalados jóvenes extremeños apegados a Extremadura) y Luz / Luisa (representantes ambas de una educación moderna y urbana). Como allí, numerosas cartas interrumpen la acción para relatar unos acontecimientos de los que el narrador podría haber informado directamente.

   Por distintas razones, sin embargo, Pecado venial se queda a una gran distancia estética de su modelo. Una actitud simplista y maniquea lastra la creación de caracteres, divididos entre los más encariñados con su tierra (descritos con una mayor simpatía artística, queridos por los criados...) y los atraídos por el mundo cortesano (infieles, cínicos, frívolos). Las descripciones, siempre eoncomiásticas, no logran transmitir ni la belleza del campo extremeño ni el esplendor de los elegantes interiores de la ciudad, al tiempo que la narración adolece de impericias difícilmente comprensibles (como el salto brusco de estilo indirecto a directo en el siguiente párrafo):

 

             “...pero más jovial y más punzante cada vez la hermosa niña, fustigóle con gracia llegando a decirle que los jóvenes de madrid estaban anémicos, enfermizos y en cambio los extremeños rebosaban robustez y vida y si no ¡mira, mira ese pastorcillo que desde la red viene a saludarnos... Dime si cabe un modelo mejor de varonil hermosura” [95]

 

   Si las intervenciones de los criados emplean formas dialectales (“Quiso mi padre que le ayudasi y por eso fue solu el otru”), los diálogos de los personajes más encumbrados apenas se distinguen del lenguaje, culto y pomposo, de la narración.

 

             “-Es la de Maldueña. Por ella corre un bravucón arroyo que en los inviernos se trueca en mugidor torrente (...) es el Tietar un río encantador que nace en la fértil Vera de Plasencia y viene fecundando todos estos campos” [96]

 

   Las intervenciones del narrador son, en la mayor parte de los casos, llamadas de complicidad al lector, aunque no faltan las tópicas referencias al uso de fuentes escritas, al carácter verídico de los acontecimientos, etc.

 

             “...cualidades perpetuadas en la noble raza hasta el día que empieza nuestra verídica narración” [97]

 

             “Fruto de esta unión fue María Luisa, angelical criatura de diez y siete años cuando la conocemos y otro varón que falleció a los pocos meses” [98]

 

             “Hemos llegado al palacio. Sus enormes puertas de encina ennegrecidas por el tiempo, se abren de par en par a nuestra llegada y una amplia escalera que arranca del portal nos brinda a que subamos... Adelante” [99]

 

             “La llegada de Manolo Sandoval a Madrid según los datos que a la vista obran, fue el 22 de octubre de 19... Y también en los mismos consta, el cariñoso recibimiento...” [100]

 

             “Habían llegado a la suya nuestros amigos y en ella penetraron. Dejemos que descansen...” [101]

 

             “Despidámonos de nuestros amigos solteros y pasando por alto las ceremonias, vamos a encontrarlos casados” [102]

 

            Manifestaciones realistas y naturalistas.

 

   Durante la última década del siglo XIX se dan a conocer tres narradores que, frente al cultivo mayoritario de la novela, optaron por el relato. Son José María Gabriel y Galán, más conocido por su obra poética, Diego María Crehuet del Amo y Luis Grande Baudesson.

   Además de una extensa obra de su especialidad, Diego María Crehuet (1873-1956) es autor de algunos ensayos y buen número de narraciones que fue publicando en la prensa y en las revistas regionales y recogió más tarde en la edición de sus Obras (Madrid, 1950) [103] . Publicadas entre 1899 y 1906, las narraciones incluidas aquí, reflejan el tránsito, visto ya en otros escritores, de unas preferencias inciales de filiación romántica a una estética realista que acabará siendo dominante en su obra narrativa; y así, el primer relato seleccionado (“La eterna jugarreta”) [104] presenta en una población ficticia (Aldeamar) a una pareja de amantes que se citan por la noche en las Peñas del coral, un acantilado frente al océano bravío, por el que acabarán despeñándose abrazados. Una naturaleza desbordada y violenta, la noche, el precipicio, un final trágico (y poco verosímil)... son motivos procedentes de un Romanticismo inercial y tópico que el narrador contempla con un punto de ironía, como muestran las últimas frases del cuento: “sus cadáveres no han aparecido. Más vale así” [105]

   Las narraciones restantes abandonan las ubicaciones imaginarias y los amores trágicos para transitar por entornos familiares y tramas de pormenores ordinarios o anodinos. En aldeas de nombres inventados, aunque reconocibles (Urbisoso, Salora, Villagrosa..., pero Arroyo del Puerco), asistimos a historias de amor logradas (“Los engrillados”, “Deshielo”...) o fallidas (“Cosas de la vida”, “Tropezando y cayendo”...) [106] , que avanzan siempre entre los contornos de la cotidianidad y la verosimilitud.

   Si bien el tratamiento literario favorece a los personajes a costa del paisaje (con escasas referencias a las dehesas extremeñas, a los campos en primavera, a la Sierra de San Pedro), las narraciones ofrecen siempre un universo próximo y provinciano de aldeas en que los vecinos son conocidos por sus apodos (Jenara “la Barrera”, la tía Remigia “la Cordillera,” Epifanio el “ganso Mantúo”...) o de ciudades minadas por las pequeñas lacras de la maledicencia y la envidia (“Cosas de la vida”).

   Nos encontramos ante narraciones sencillas y lineales, de autor omnisciente, que se desarrollan en el ámbito estético de un Realismo sin tesis ni moralinas, atraído en unos casos por las manifestaciones lingüísticas dialectales (“Los engrillados”, que recoge además viejas costumbres del folclore regional) y en otros por el pintoresquismo de los propios acontecimientos. En algún caso, el autor eleva el nivel intelectual de la historia. Estamos entonces ante un relato que recoge preocupaciones noveladas por otros narradores regionales (menosprecio de corte y alabanza del aldea, nefasta influencia de las corrientes filosóficas europeas...):

 

   En Villagrosa, aldea extremeña orgullosa de su puente y de su castillo de Alzora, Julián Morales, joven educado en Bolonia que ha frecuentado los círculos intelectuales de Madrid (“Fue uno de tantos intelectuales, sin fe religiosa, sin fe en la raza, sin fe en el porvenir (...) víctima del escepticismo y la pedantería”, pág. 540), pasea por los espléndido jardines de la casa-palacio del Duque (hechos a imitación de los diseñados en Francia por Le Notre, pero hoy abandonados y descuidados).  

   Entre la belleza del entorno (Sierra de San Pedro, dehesas, campos) Julián pasea su fracaso (un tratado de Sociología ha pasado inadvertido...), lastrado por la nefasta influencia de filósofos como Spencer y Nietstzche.

   Juan, su hermano, y Manuela viven felices con la única sombra de la falta de un hijo. Muere en Cáceres el padre de Manuela y llega para convivir con ellos su hermana Amparo, joven hermosa e inocente, que se siente atraída por Julián, pero éste lleva una vida retraída y huraña con sus libros. Cuando Juan le insta a que se case Julián se niega en la convicción de que esto significaría del derrumbamiento definitivo de sus sueños y decide marcharse a Madrid. Allí Julián busca influencias para conseguir una cátedra de Derecho Internacional en la Universidad de Salamanca, que acabarán otorgando a otro aspirante con más influencias. Julián reflexiona sobre el ambiente madrileño: amiguismo, injusticias, favores... Recuerda con nostalgia la casa y vida de su hermano y decide regresar a Villagrosa, pero cuando llega a la aldea ya Amparo tiene un novio (un paso que él mismo le había aconsejado). En un rincón del jardín entierra un anillo, comprado en Roma, con la leyenda “non omnis moriar” y exclama: “-Y ahora...¡vida nueva!” (pág. 562)

 

   En el último año del siglo ve la luz Meridionales (Cuentos) de Luis Grande Baudesson (1874-1956), publicado en Madrid (1899) [107] con prólogo de Salvador Rueda. Obra de juventud, con un escaso periodo de gestación si hemos de creer al prologuista (“el señor Grande no maneja la pluma más que desde hace unos meses”), Meridionales ofrece un conjunto de trece relatos (alguno inacabado) que sitúa la acción de modo preferente en humildes pueblos cacereños de nombres ficticios (Rocaviva, Sierramocha, Retamal, Torrealta, Picocorvo...) a los que el narrador nos acerca para mostrarnos singulares aventuras cinegéticas (“Tiro a tiro”, “Un día aciago”), sangrientos desafíos sentimentales (“Rosa la cortijera”), timos en ferias de ganado (“Una gitanada”) o casos de terrible crueldad aldeana (“Toñín”).

   Un año más tarde Grande Baudesson publica Granos de arena [108] , obra de contenido heterogéneo en la que incluyó algunos relatos de calidad menor (“Misterio de las faldas”, “Hechos, no palabras”...) junto a poemas (muy numerosos), ensayos, un monólogo dramático y una obrita de teatro (La primera víctima).

   En líneas generales, las narraciones de Baudesson buscan el interés específico de la fábula sin mayores pretensiones formales. Escritas con corrección, pero de escasa talla literaria, remiten a un único modelo narrativo marcado por una omnisciencia que puede adelantarse a los propios acontecimientos (“...tranquilo y satisfecho con aquel descubrimiento esperó la noche, sin que, ni por acaso, pudiera imaginarse la que se le estaba esperando”) [109] .

   Como es habitual en estos narradores, los diálogos del pueblo llano (no los de las fuerzas vivas, vertidos en un castellano sin incorrecciones) recogen formas dialectales y vulgarismos reproducidos en cursiva (así como los numerosos apodos de los personajes). Aunque pueden calificarse de realistas (término lo bastante impreciso como para acoger a cualquiera de estos relatos rurales o provincianos), Baudesson aporta una nítida predilección por historias atractivas en sus pormenores, narradas, por lo demás, con un notable sentido del humor:

 

   Nadie en Picocorvo se atreve a salir de noche pues ronda por las calles un fantasma con luminarias en la cabeza. El alcalde propone a todos los mozos salir una noche armados con el fin de capturarlo.

   Ceferino, el sacristán, está enamorado de Inés, hija del alcalde, pero éste lo rechaza. Para visitarla sin temor a ser delatado pasea por el pueblo ensabanado con un puchero lleno de agujeros en el que ha introducido un candil. Envalentonado por su inteligente estratagema, decide salir la misma noche en que los mozos lo aguardan. Tras una larga espera, los jóvenes, aterrorizados,  puden ver cómo corre hacia ellos el “fantasmón” ardiendo con grandes llamaradas. Cuando Inés, al fin, consigue sofocar el incendio de sus ropas “exclamó con grandísima pena la tía Alcuza, la comadre más novelera y la que más miedo le tenía al duende:

   -¡Pobre Ceferinito! ¡Y yo que le eché el petróleo creyendo que era un ánima!” [110]

 

   Por los mismos años del cambio de siglo publica en la prensa regional José María Gabriel y Galán (1870-1905) un grupo de narraciones (“Alma charra”, “Majadablanca”, “Disparate”, “El Vaquerillo”, “El tío Tachuela”, “Es un cuento”) que su dedicación preferente a la poesía ha ensombrecido. En ellas, el poeta salmantino transita por un entorno natural y humano muy semejante al de Diego Mª Crehuet, los ámbitos campesinos y las pequeñas aldeas de la alta Extremadura. Hay, sin embargo, en estos relatos un distinto talante literario que sutituye la atención a las tramas argumentales por el reflejo de un entorno desde unas posiciones ideológicas expresas. La acción se reduce al mínimo, o incluso desaparece, rasgo que aproxima estos cuentos a la condición de “estampas campesinas” (similares a las que más tarde publicaría por centenares Antonio Reyes Huertas) y pasan a primer término las tesis sociales y morales condicionando el perfil del relato. Como narrador, y al igual que el novelista de Campanario, Galán adopta la actitud y las técnicas de un realismo costumbrista de marcado acento conservador y su interpretación de la realidad regional es tan complaciente y benévola como la que da en sus poemas. La descripción de tipos humanos (el “tío Gorio”, el “tío Tachuela”, la “tía Pulía”, el vaquerillo...) presenta a unos campesinos creyentes, honestos y trabajadores, pero también escépticos ante la política y la justicia, desconfiados en el trato con los demás, recelosos ante el progreso. La mirada omnisciente del narrador permite erigir etopeyas y retratos de estos arquetipos humanos contemplados con innegable simpatía artística en un medio no contaminado por el mundo urbano.

   Cuando la denuncia pasa a ser el objetivo básico de la narración, el empleo de la primera persona convierte al narrador en un testigo comprometido con ese mismo mundo que refleja, involucrado en sus contradicciones, defensor siempre de las soluciones más inmovilistas (así dibuja, por ejemplo, la llegada del progreso a la aldea):

 

             “Hoy, Majadablanca es esto:

             Un cura que dice misa para diez o doce mujeres y para cuatro o seis hombres.

             Un maestro jubilado, que vive tomando el sol en el corral de su casa.

             Otro maestro muy joven, que enseña todo lo que hay que saber, menos los diez mandamientos.

             Cinco vecinos que viven, como Dios les da a entender.

             Noventa y tantos ciudadanos libres que piensan como escuerzos y blasfeman como demonios.

             Otras tantas arpías desgreñadas que beben arguadiente y hablan como carreteros.

            Y los ciento y pocos más vecinos del lugar defendiendo a tiro limpio los repollos de berzas de            sus respectivos huertos” [111] .

 

     En relación con formas anteriores, la novedad más visible traída por los novelistas de la Generación de fin de siglo es la tendencia del narrador a ocultar su presencia expresa en el relato. Como vimos, la intervención de éste en la obra (lógica en la novela romántica pues ésta, si quiere ser verosímil, ha de citar sus fuentes) se generalizó de un modo indiscriminado en las derivaciones narrativas del género (algunas de ambientación contemporánea), hasta convertirse en un mero artificio retórico, cuyas formulaciones entraban con frecuencia en contradicción (el narrador que afirma asistir como testigo a la acción puede mencionar, páginas más adelante, unas “crónicas” que maneja, el que domina la interioridad de los personajes confiesa ignorar qué piensa uno de ellos, etc.).

   Convencidos de la inutilidad narrativa de estas intervenciones (que acaban siendo expresiones humorísticas, paródicas y tópicas), los nuevos escritores (Felipe Trigo, Antonio Reyes Huertas..., pero no, como hemos visto, Sánchez-Ocaña cuyos referentes son más arcaicos) prescinden de este recurso para dejar que el lector acceda, sin ningún tipo de intermediación, a un mundo narrativo que no excluye la intimidad de los personajes, pues la perspectiva será siempre la de una omnisciencia sin limitaciones (y así conoceremos lo que piensan, lo que sienten e incluso sus más secretos deseos de los que ellos mismos no son conscientes).

   La pretensión de impersonalidad, de una reproducción fiel y objetiva de un entorno y de unos caracteres de modo verosímil y desapasionado no se contradice con la presencia en sus obras de tesis morales, sociales, religiosas..., que, con frecuencia, condicionan el comportamiento de los personajes, la sucesión de acontecimientos o el desenlace de la trama.

   Tanto Trigo como Reyes Huertas, tan alejados en sus posiciones ideológicas y en sus peculiaridades estilísticas, comparten una concepción de la literatura como “arte útil”, capaz de contribuir a la formación de una conciencia colectiva y a crear estados de opinión. Ambos proponen pautas de relaciones sociales, nostálgicas del pasado (Reyes Huertas) o deseosas de una tranformación profunda de un estado de cosas (Felipe Trigo). En la estela de sus propios modelos (sus respectivas manifestaciones narrativas, realistas y naturalistas, tienen desde el principio un aire de madurez que procede, sin duda, de su condición de obra rezagada con numerosos referentes en el pasado), los puntos de vista personales, las adhesiones y rechazos ideológicos se expresan comúnmente por boca de uno o varios personajes que intervienen en el relato. Además de las repetidas denuncias de Trigo (su primera novela, Las ingenuas, se publica en 1901) contra el caciquismo, el oscurantismo religioso, el marasmo social, la discriminación de la mujer..., algunas de sus tesis preferenciales son: a) el socialismo es inevitable, porque implica mayor perfección y la Naturaleza tiende cada vez a cotas más altas. El progreso social debe conducirnos necesariamente al socialismo; b) el socialismo será el fruto de la evolución que ya está en marcha en las naciones más cultas; c) la educación será determinante en la venida del socialismo... [112]

   Aunque su inicio como narrador es más tardío (Los humildes senderos, compuesta en 1917, aunque publicada en 1920 tras Lo que está en el corazón, 1918 y La sangre de la raza, 1919), Reyes Huertas optó por modelos más tradicionales (el primer realismo, benévolo y pintoresco, de Fernán Caballero). Más atraído por el entorno que por la intimidad de los personajes, Reyes Huertas denuncia la postración regional atribuyéndola a: la abulia y la condición acomodaticia de una clase social acaudalada sin iniciativas de interés social, la avaricia de los potentados ansiosos por acumular dehesas que nunca han de explotar, la corrupción del sistema político cimentado en acuerdos en la sombra y en la compraventa de votos, el caciquismo, la ineficacia de los políticos regionales, el absentismo que ha provocado la aparición de unos patronos más avaros (administradores fraudulentos, arrendatarios que esquilman las tierras)...

   Ausente en los narradores anteriores (sólo Carolina Coronado, en su poesía, intuye la amenaza anglosajona), el “tema del 98” fue abordado, si bien de modo tangencial, por ambos novelistas. Defensor del imperio colonial, Felipe Trigo denunció la impericia de políticos y militares en el manejo de la crisis (La campaña filipina. Impresiones de un soldado, 1897) y expresó su profundo dolor por el desastre (La ingenuas, 1901).

   Ciertamente las aportaciones más novedosas de sus primeras obras (de las que era plenamente consciente) [113] pertenecían a ámbitos lejanos al análisis de la realidad histórica (acción mínima, intensa disección de los sentimientos, de los impulsos sexuales, de las emociones reprimidas o negadas, trazado minuciosísimo de evoluciones sicológicas graduales...). En su primera novela, sin embargo, los avatares de una historia de amor se relatan de modo paralelo a la narración de los últimos momentos de dominio colonial que culminarán en el desastre del 98. Trigo recordará la rebelión de los tagalos en Filipinas (en la que fue gravemente herido) [114] para, al fin, denunciar la ineptitud de unos políticos desbordados por los acontecimientos.

 

             “-¡Un regimiento! ¡Figúrese, un regimiento contra ocho millones de salvajes como los que le han herido a usted, y a tres mil legua de la patria!... ¡Esto no le pasa más que a España!” [115]

 

             “Viudas que tornaban de Filipinas, quedando allí a sus maridos, asesinados por la insurrección, y enfermos que ante los horrores de los tagalos vieron agravarse su mal. Un cargamento de dolor y de muerte, por entre el que gritaban veinte o treinta niños vestidos de luto” [116]

 

   Pero también resultan culpables los sectores sociales más conservadores que, a través de cierta prensa, invocan de modo ridículo a los héroes del pasado, enardecen al pueblo con proclamas patrioteras y, finalmente, envían a la muerte a miles de jóvenes mal armados y peor instruidos.

 

          “El artículo insultaba a los yanquis excitando a Cánovas a declarar la guerra: "no volverían a gruñir los tocineros de Chicago".

          -¡Eso!- dejó caer con voz enérgica y rodando los ojos al cacique-. No debe ser otra la conducta de los herederos de Felipe II, en cuyos reinos ya sabéis todos que no se ponía el sol. ¡Fuera consideraciones a puercos! ¡Al mar, de cabeza! ¡El ejército, a la bayoneta, a Nueva York...! Pues ¿qué se habían creído?

             Prodújose un rumor de asentimiento. Se habían puesto serios como si allí fuera a decretarse la suerte de la patria" [117]

 

          “...disgustados los tres -el cacique porque una suscripción popular organizada desde un mes antes para regalarle al batallón la bandera, sólo subió a sesenta pesetas, que hubo de emplear en dos mil tagarninas como obsequio; el secretario por no haber tenido ocasión de soltarle al jefe un speck patriótico en que hubiera hablado del caballo de Santiago, de Tetuán y de Otumba; y Primitivo... ¡ah, éste llevaba un desengaño cruel!... Las frases bélicas de la prensa y los guerrilleros en la manigua de las Ilustraciones le habían sugerido en “un batallón en pie de guerra” la idea poco menos que soldados sable en mano en la brava actitud del Ruiz de bronce que vio frente al Circo de Parish- y no pudo  menos que extrañar aquel convoy de coches de tercera, con quintos apiñados como borregos, recién pelados, los gorrillos separándoles las orejas... y parecidos, más que a guerreros, a hospicianos, sin armas ni correas, dentro de los trajes de rayadillo, que a todos les resultaban grandes y se les arrugaban con el apresto de la tela nueva” [118]

 

             “Porque no se respondía a las amenazas de América: “debemos ir...”; sino que se decía: “no debe sufrir la España de tantos héroes, del Cid y del Gran Capitán, de Covadonga y del Dos de Mayo...”- y creyérase que esperaba todo el mundo luego a que el Gran Capitán y el Cid y los héroes legendarios resucitasen para desembarcar en Nueva York y seguir surtiendo de gloriosísimas noticias el transparente Heraldo [119]

 

   La víctima de tantas baladronadas, de tanta prepotencia ignara es, una vez más, “la España que no habla y siente y obedece”, una crítica “intrahistórica” que sitúa el pensamiento de Trigo en las proximidades del 98 (pero no olvidemos que ninguno de los componentes de la generación participó en la contienda. A excepción de Maeztu, todos rehuyeron el servicio militar).

 

           “Detrás de los cablegramas, aun había periódicos llegados hoy que redoblaban su furia por la hundida escuadra, gritando: “Ya no hay barcos; pero ahí están los pechos españoles...” “¡Ahora es cuando la guerra empieza! ¡El ejército cubano, los doscientos mil héroes, no han combatido todavía!...” Y sin consultar si los soldados de Cuba, los infelices hambrientos arrancados de la patria para un país donde hasta el aire era hostil, querían repetir en la Habana un Sagunto (...)

            Esto era sencillamente infame.

             Luego sí, todavía se podía hacer algo en pro de la España que no habla y siente y obedece; de la mayor parte de la España, que se había dejado arrastrar por los escandalosos holgazanes y por los agitadores políticos” [120] .

 

   La tendencia de Trigo a los desenlaces desoladores se anuncia ya en esta primera novela. Rota su relación con Flora, junto a una esposa a la que no quiere, Luciano abandona despechado Alajara en donde conoció una felicidad efímera. La última imagen de la aldea incorpora una denuncia de la España profunda degradada por su propia involución (a pesar de hablar vagamente de un “pueblo costero”, Trigo está describiendo en la novela un paisaje claramente “extremeño”; denuncias de esta naturaleza, tímidas aún, se acentúan en obras posteriores como Un médico rural o Jarrapellejos).

 

          “Hacía calor y había unos cuantos hombres al pie de la cruz, tendidos en el suelo, con la cabeza en la escalinata, fumando y entretenidos en ver cerca de ellos a un grupo de muchachos que jugaban a romper a pedradas las jícarillas del telégrafo... Pero al ver el tren le dedicaron los chicos una descarga, y un guijarro hizo añicos el cristal a que se asomaba Luciano. Le arañó un pedazo en la frente, y una gota de sangre brotó...

             Fue lo último que presenció de la vida de Alajara...

            ¡Pobre España!” [121]

 

   La atención de Antonio Reyes Huertas al mismo acontecimiento es mucho menor (recordemos que se inicia como novelista una vez muerto Trigo, muy lejos ya de aquella “experiencia generacional” que él conoció con once años). En su producción hemos encontrado sólo un fragmento en que al inventariar los momentos gloriosos de España alude (o más bien elude) al desastre colonial.

 

          "¡Extremadura! ¡Qué épica, qué heroica se le presentaba entonces a Medina esta región! Sufrida, noble, laboriosa e hidalga, ella parecía ser la mandataria de las otras regiones en las grandes empresas peninsulares. No satisfecha con escribir ella sola la historia del Nuevo Mundo, ella asiste a todas las catástrofes y todas las venturas de la patria y en todas las palpitaciones de esta alma nacional, cada latido lleva un eco de Extremadura. Ella nutría de capitanes los tercios de Flandes, las compañías de Italia, la expediciones de Africa; y cuando llega aquella convulsión patriótica por la santa y viril independencia, Extremadura se desangraba en Medellín, recobraba su vigor en Talavera, se enardecía en Cantagallos, cantaba triunfal en la Albuera, y ahora en la paz cuando, perdido el emporio colonial, ni la desgracia lograba empañar el sol de nuestra grandeza, mientras la patria descansaba como rendida, vieja, pero no agotada, Extremadura entera reposaba también al sol, mostrando sus entrañas para dar oro de sus mieses y para que en otras regiones innumerables fábricas, en una actividad laboriosa y patriótica, enorgullecieran a España tejiendo las blancas y finísimas guedejas de sus vellones merinos...

             Medina, enardecido por  estos pensamientos, no pudo contener su entusiasmo y gritó desde el pico más alto del monte:

            -¡Viva España! ¡Viva Extremadura!" [122]

 



[1] Celma Valero, M. P. La pluma ante el espejo. Salamanca, Eds. U. de Salmanca, 1989, pág. 98.

[2] Ibidem, pág. 98.

[3] Gullón. G. La novela moderna en España (1885-1902). Los albores de la modernidad. Madrid, Taurus, 1992, pág. 23 (idea recogida por el autor de Stephen Spender, The Struggle of the Modern, Berkeley, 1965, que resume en su estudio, pero no cita textualmente) 

[4] Maravall, J. A. “Historia y novela”, en Pío Baroja. Madrid, Taurus, 1979, pág. 424.

[5] Ferreras, J. I. La novela española en el siglo XIX (hasta 1868). Madrid, Taurus, 1987.

[6] La herencia de un trono y La niña de Gómez Arias (ésta última, refundición de una obra de Calderón de la Barca), ambas de 1848.

[7] Como muestra del talante ideológico del narrador véase la siguiente cita de las “Cuatro palabras del editor” [el propio Tejado] puestas al frente del relato: “Entre los asuntos favoritos del género pernicioso de novelas a que se oponen las ya publicadas y las que en adelante se publiquen por EL AMIGO DE LA FAMILIA, figuran muy principalmente apologías del inmundo y brutal drama llamado “Revolución francesa”. Podríamos citar multitud de obras, demasiado conocidas por desgracia del público español, consagradas a exaltar como heroicos y casi santos a los sanguinarios autores y cómplices de aquella catástrofe espantosa. Este género de obras ha sido uno de los medios más empleados por el genio del mal para falsear la verdad histórica, para hacer amables la impiedad, el espíritu de insurrección y todos los demás principios antisociales proclamados por la revolución de Francia, cuyo influjo continúa siendo explicación principal de los más graves trastornos que hoy afligen a las sociedades modernas”.

[8] El ahorcado de palo, Natalia, Un encuentro venturoso, El médico de aldea, Mi tío el solterón, Antes que casar... Vid. Ferreras, Juan I. Catálogo de novelas y novelistas españoles del siglo XIX. Madrid, Cátedra, 1979, págs. 395b y 396a.

[9] Flitter, Derek. Teoría y crítica del romanticismo español. Cambridge, University Press., 1995 [1992]

[10] Ferraz Martínez, Antonio. La novela histórica contemporánea del siglo XIX anterior a Galdós. Madrid, Universidad Complutense, 1992, II, págs. 967-972.

[11] Cit. en Ferraz Martínez, A. Op. Cit., pág. 970.

[12] La producción de Carolina Coronado es más extensa: “hasta diecisiete títulos (...) son los que Torres Cabrera facilitó, distribuyéndolos entre perdidos, inéditos e inacabados”. Vid. Torres Nebrera, G. Treinta y nueve poemas y una prosa. Mérida, Editora Regional de Extremadura, 1986, pág. 21.

[13] Torres Nebrera, G. Op. cit., pág. 34.

[14] Pérez González, Isabel Mª. Carolina Coronado. Badajoz, DPDB, 1986, págs. 160-161.

[15] Otros títulos citados por Torres Nebrera como inconclusos o inéditos son Musiña, La Exclaustrada, Harnina, Luz, El oratorio de Isabel la Católica...Véase asimismo el estudio de Manso Amarillo, F. Carolina Coronado. Su obra literaria. Badajoz, DPDB, 1992, pág. 247.

[16] No es este el lugar para un trabajo de esa naturaleza. El lector puede consultar los estudios citados de Isabel Mª Pérez González , Gregorio Torres Nebrera o Fernando Manso Amarillo.

[17] Vid. Román Gutiérrez, I. Historia interna de la novela española del siglo XIX. Sevilla, Alfar, 1988. La autora realiza, en en este valioso estudio, un pormenorizado recorrido por todos los géneros narrativos decimonónicos (el número de novelas analizadas es enorme) centrando su interés es aspectos técnicos del relato como el “punto de vista”, las personas de la narración, la función del narrador, etc. A las consideraciones teóricas desarrolladas en el capítulo primero (producto de una exhaustiva revisión bibliográfica que en nuestro trabajo no podemos abordar) pretende adosarse la presente aproximación a la narrativa regional de este periodo.

[18] Citamos por la edición de 1873 (Madrid, Imp. M. Tello), pág. 13.

[19] Ibidem, págs. 206-207.

[20] Ibidem, pág. 246. El tono irónico de la cita (se apela a unas crónicas para respaldar unos datos absolutamente anodinos en la trama) evidencia la condición de secuela narrativa del género en la que los artificios comienzan a usarse ya de modo paródico.

[21] Ibidem, pág 218.

[22] Ibidem, pág. 241.

[23] Ibidem, pág. 119.

[24] Ibidem, pág. 67.

[25] Ibidem, págs. 77-78.

[26] Ibidem, pág. 158.

[27] Ibidem, pág. 247.

[28] Ibidem, pág. 210.

[29] Paquita, págs.64-65.

[30]   Don Juan de Padilla. Madrid, Imp. Ramón Campuzano, 1885. Debido al antclericalismo de ciertos pasajes la novela fue prohibida por la autoridad eclesiásistica por Edicto del 28 de diciembre de 1857. Barrantes publicó otras novelas históricas que no hemos utilizado en nuestro trabajo: La viuda de Juan de Padilla (Novela histórica). Madrid, Imp. de J. Alhambra, 1857; La corte de los poetas. Novela histórica del año 1619. Madrid, 1852, y Don Rodrigo Calderón (Novela histórica). Madrid, 1851-1852. Ésta última apareció en el folletín de “La Ilustración”; el capítulo XXXIV y último acaba el 30 de octrubre de 1852. Vid. Ferreras, Juan Ignacio. Catálogo de novelas y novelistas españoles del siglo XIX. Madrid, Cátedra, 1979.

[31] Ibidem, “Introducción”.

[32] Don Juan de Padilla, pág. 14.

[33] Ibidem, pág. 28.

[34] Román Gutiérrez, I. Op. cit. págs. 151-152.

[35] Siempre tarde. Madrid, C. González, 1852.

[36] Román Gutiérrez, I. Op. Cit., pág. 153.

[37] Siempre tarde. Madrid, pág. 22.

[38] Ibidem, pág. 111.

[39] Ibidem, pág. 241.

[40] Ibidem, págs. 27-28.

[41] Ibidem, pág. 51.

[42] Ibidem, pág. 71.

[43] Ibidem, pág. 14.

[44] Ibidem, pág. 56.

[45] Ibidem, pág. 60.

[46] Ibidem, págs. 302-303.

[47] Ibidem, pág. 175.

[48] Pecellín, M. Historia de la litertatura en Extremadura. Badajoz, 1981, II, pág. 75.

[49] En Historia de la literatura española, de J. Fitzmaurice-Kelly, traducida por Bonilla y San Martin. Madrid, La Española, s.a.

[50] López de Ayala, A. Gustavo. New York, París, Revue Hispanique, tome XIX, 1908, pág. 5.

[51] Ibidem, pág. 8.

[52] Ibidem, pág. 16.

[53] Ibidem, pág. 24.

[54] Ibidem, pág. 58.

[55] Ibidem, pág. 62.

[56] Ibidem, pág. 101.

[57] Ibidem, págs. 75-76.

[58] Hauser, A. Historia social de la literatura y el arte. Ed. Guadarrama, Madrid, 1980, III, pág. 31.

[59] Torres Nebrera, G. Op. cit., pág. 30.

[60] La rueda..., pág. 95.

[61] Ibidem, pág. 143.

[62] Ibidem, 190.

[63] Ibidem, pág. 161.

[64] Ibidem, pág. 139.

[65] Ibidem, págs. 35-36. Naturalemente, estas intervenciones, incluidas como reflexiones del conde, definen en realidad los pensamientos de la autora (la mayor parte de los cuales aparece en otras novelas).

[66] Ibidem, pág. 62.

[67] Ibidem, pág. 168.

[68] Ibidem, pág. 50.

[69] Ibidem, págs. 56-57.

[70] Ibidem, pág. 166.

[71] Ibidem, pág. 120 (descripción de un rayo).

[72] Ibidem, pág. 145 (entrada de una mujer).

[73] Ibidem, pág. 54.

[74] Ibidem, pág. 82.

[75] Corte y cortijo. Novela de costumbres contemporánea (premiada por la RAE). Madrid, Luis Jayme, 1870. Antonio Hurtado había publicado ya otras novelas anteriores que no hemos podido consultar: Cosas del mundo. Madrid, Imp. de “El Español”, 1846 (reeditada en 1849 y 1861), Lo que se ve y lo que no se ve (Novela original). Madrid, 1855 (aparecida en el folletín de “La Ëpoca” durante el mismo año) y Cosas del Diablo. Madrid, Imp. B. González, 1858. Vid. Ferreras, J. I. Op. Cit., págs. 197-198.

[76] Román, I. Op. Cit., I, pág. 169.

[77] Corte y cortijo, 1870 (Carta de don Pablo a su hermano) pág. 276.

[78] Ibidem, pág. 34.

[79] Ibidem, pág. 39.

[80] Ibidem, pág. 86.

[81] Ibidem, pág. 90.

[82] Vid. Pecellín, M. “Ecos krausistas en Mar de fondo, novela de un extremeño”, en Revista de Estudios Extremeños, XL, mayo-agosto de 1984, págs. 220-231.

[83] Mar de fondo. Badajoz, DPDB, 1993, “Prólogo” (pág. 58)

[84] Introducción, pág. 23.

[85] Mar de fondo, pág. 67.

[86] Ibidem, pág. 162.

[87] Ibidem, pág. 342.

[88] Introducción, pág. 14.

[89] Mar de fondo, págs. 172-173.

[90] Ibidem, pág. 141.

[91] Ibidem, pág. 129.

[92] Ibidem, pág. 161.

[93] Ibidem, pág. 264.

[94] Sánchez-Ocaña, P. Pecado venial. Plasencia, Lib. Generoso Montero, 1910. Sánchez-Ocaña es autor de otra novela, El robledal de Ruidíaz (Plasencia, 1903) que no hemos tenido posibilidad de consultar.

[95] Ibidem, pág. 21.

[96] Ibidem, pág. 34.

[97] Ibidem, pág. 3.

[98] Ibidem, pág. 4.

[99] Ibidem, pág. 4.

[100] Ibidem, pág. 75.

[101] Ibidem, pág. 82.

[102] Ibidem, pág. 109.

[103] Crehuet del Amo, D. M. Obras. Madrid, Escélicer, 1950 (edición homenaje).

[104] “La eterna jugarreta” se publicó en la Revista de Extremadura, 1900, II (septiembre), págs. 26-29.

[105] Ibidem, pág. 483.

[106] “Los engrillados” se publicó en la Revista de Extremadura (1900, septiembre, págs. 173-180); “Cosas de la vida” apareció en Alcántara (1953, nº 72-73-74, págs. 37-44).

[107] Grande Baudesson, L. Meridionales (Cuentos). Madrid, Imp. Asilo de Huérfanos, 1899, 202 págs.

[108] Grande Baudesson, L. Granos de arena (con una carta-prólogo de Juan Guillén Sotelo). Madrid, Imp. Asilo de Huérfanos, 1900, 204 págs. Se anuncia “en preparación” El alza y la baja (novela de costumbres), cuya publicación no nos consta.

[109] “El fantasmón”, en Meridionales, pág. 197.

[110] Ibidem, págs. 201-202.

[111] “Majadablanca”, en Obras Completas. Badajoz, Universitas, 1996, págs. 441-442.

[112] Vid. Pecellín Lancharro, M. Op. Cit., II, pág. 175.

[113]   Vid. “Antes” (pág. 8) “Porque -insisto- mi novela, que tan diferente de las de nuestra conspicua literatura contemporánea es, por mil cosas buenas y malas, no podrá menos de parecerle, a quien la lea, más y más esencialmente distinta aún de otras muchas de las modernas literaturas extranjeras con las quien tiende tal vez a asemejarse en el procedimiento”

[114] En la novela, esta rebelión se sitúa en Ceilán, colonia inglesa.

[115] Las ingenuas. Madrid, Renacimiento, 1920 (cuarta edición), tomo II (pág. 55)

[116] Ibidem, tomo II (pág. 64)

[117] Ibidem, tomo I (pág. 35). Trigo pudo recoger el tono despectivo de estos comentarios en la prensa de la época en donde eran habituales. Cfr. el “poema” de Manuel del Palacio publicado en Blanco y Negro (16-II-1898): “Es injusto con los cerdos / a los yanquis comparar, / porque el cerdo es provechoso / y el yanqui perjudicial. / Si lo que son fantasías / Dios trocara en realidad, / ¡tierra de la libertad, / qué paliza llevarías!”

[118] Ibidem, tomo I, pág. 157.

[119] Ibidem, tomo II, pág. 236.

[120] Ibidem, tomo II, págs. 277-278.

[121] Ibidem, tomo II, pág. 282.

[122] Reyes Huertas, A. La sangre de la raza. Madrid, A. Marzo, 1919. Citamos por la ed. de 1995 (Badajoz, DPDB), págs. 267-268.

 



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