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MICRO-RELATOS.

Recopilados por M. Simón Viola.

I N D I C E

(Juan José Arreola: "Cuento de horror")
(George Loring Frost. "Un creyente", en Memorabilia)
(Luis Mateo Díez. "El sueño").
(Luis Mateo Díez. "La carta").
(Juan Antonio Masoliver).
(Augusto Monterroso. "El dinosaurio").
(A. Monterroso. "El mundo·, en Movimiento perpetuo).
(A. Monterroso. "Te conozco, mascarita", en Movimiento perpetuo)
(A. Monterroso. "Fecundidad", en Movimiento perpetuo)
(Jean Cocteau. "El gesto de la Muerte")
(A. Monterroso. "Paréntesis", en La oveja negra y otras fábulas)
(Ah'med Ech Chiruani. "Los ojos culpables").
(A. Monterroso. "El apóstata arrepentido", en La oveja negra y otras fábulas).
(A. Monterroso. "Sansón y los filisteos", en La oveja negra y otras fábulas).
(James George Frazer. "Vivir para siempre").
(J.A. Ramírez Lozano. "La tierra").
(Esopo. "La encina y la caña").
(Idries Shah. "Las ocurrencias del increíble Mulá Nasrudín").
(J. L. Borges. La escritura del dios).
(Jalil Gibran. "La zorra").
(Alexandra David-Neel. "La persecución del maestro").
(G. Willoughby Meade. La protección del libro).
(Los arenales de la madrugada, de Carlos Lencero)
TIEMPO PERDIDO.

 

(Juan José Arreola: "Cuento de horror")

"La mujer que amé se ha convertido en fantasma. Yo soy el lugar de sus apariciones"

 


(George Loring Frost. "Un creyente", en Memorabilia).

"Al caer la tarde, dos desconocidos se encuentran en los oscuros corredores de una galería de cuadros. Con un ligero escalofrío, uno de ellos dijo:

-Este lugar es siniestro. ¿Usted cree en fantasmas?

-Yo no -respondió el otro-. ¿Y usted?

-Yo sí -dijo el primero y desapareció.

 

 


(Luis Mateo Díez. "El sueño").

"Soñé que un niño me comía. Desperté sobresaltado. Mi madre me estaba lamiendo. El rabo todavía me tembló durante un rato".

 


(Luis Mateo Díez. "La carta").

"Todas las mañanas llego a la oficina, me siento, enciendo la lámpara, abro el portafolios y antes de empezar la tarea diaria, escribo una línea en una larga carta donde, desde hace seis años, explico minuciosamente las razones de mi suicidio".

 


(Juan Antonio Masoliver).

"Soñé que Vargas Llosa estaba en una esquina pidiendo limosna. Le di un libro suyo".

 


(Augusto Monterroso. "El dinosaurio").

"Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí"

 


(A. Monterroso. "El mundo·, en Movimiento perpetuo).

"Dios todavía no ha creado el mundo; solo está imaginándolo, como entre sueños. Por eso el mundo es perfecto, pero confuso"

 


(A. Monterroso. "Te conozco, mascarita", en Movimiento perpetuo)

"El humor y la timidez generalmente se dan juntos. Tú no eres una excepción. El humor es una máscara y la timidez otra. No dejes que te quiten las dos al mismo tiempo"

 


(A. Monterroso. "Fecundidad", en Movimiento perpetuo)

"Hoy me siento bien, un Balzac; estoy terminando esta línea"

 


(Jean Cocteau. "El gesto de la Muerte")

"Un joven jardinero persa dice a su príncipe:

-¡Sálvame! Encontré a la Muerte esta mañana: me hizo un gesto de amenaza. Esta noche, por milagro, quisiera estar en Ispahan.

El bondadoso príncipe le presta sus caballos. Por la tarde, el príncipe encuentra a la Muerte y le pregunta:

-Esta mañana, ¿por qué le hiciste a nuestro jardinero un gesto de amenaza?

-No fue un gesto de amenaza -le responde- sino un gesto de sorpresa. Pues lo veía lejos de Ispahan esta mañana y debo tomarlo esta noche en Ispahan"

 

 


 

(A. Monterroso. "Paréntesis", en La oveja negra y otras fábulas)

"A veces por las noches -meditaba aquella ocasión la Pulga- cuando el insomnio no me deja dormir como ahora y leo, hago un paréntesis en la lectura, pienso en mi oficio de escritor y, viendo largamente al techo, por breves instantes imagino que soy, o que podría serlo si me lo propusiera con seriedad desde mañana, como Kafka (claro que sin su existencia miserable), o como Joyce (sin su vida llena de trabajos para subsistir con dignidad), o como Cervantes (sin los inconvenientes de la pobreza), o como Catulo (aun en contra, o quizá por ello mismo, de su afición a sufrir por las mujeres), o como Swift (sin la amenaza de la locura), o como Goethe (sin su triste destino de ganarse la vida en Palacio), o como Bloy (a pesar de su decidida inclinación a sacrificarse por las putas), o como Thoreau (a pesar de nada), o como Sor Juana (a pesar de todo); nunca Anónimo; siempre Lui Même, el colmo de los colmos de cualquier gloria terrestre".

 


(Ah'med Ech Chiruani. "Los ojos culpables").

"Cuentan que un hombre compró a una muchacha por cuatro mil denarios. Un día la miró y echó a llorar. La muchacha le preguntó por qué lloraba; el respondió: 'Tienes tan bellos ojos que me olvido de adorar a Dios'. Cuando quedó sola, la muchacha se arrancó los ojos. Al verla en ese estado el hombre se afligió y le dijo: '¿Por qué te has maltratado así? Has disminuido tu valor'. Ella le respondió: 'No quiero que haya nada en mí que te aparte de adorar a Dios'. A la noche, el hombre oyó en sueños una voz que le decía: 'La muchacha desminuyó para ti, pero lo aumentó para nosotros y te la hemos tomado'. Al despertar, encontró cuatro mil dinarios bajo la almohada. La muchacha estaba muerta".

 


(A. Monterroso. "El apóstata arrepentido", en La oveja negra y otras fábulas).

"Se dice que había una vez un católico, según unos, o un protestante, según otros, que en tiempos muy lejanos y asaltado por las dudas comenzó a pensar seriamente en volverse cristiano; pero el temor de que sus vecinos imaginaran que lo hacía para pasar por gracioso, o por llamar la atención, lo hizo renunciar a su extravagante debilidad y propósito"

 


(A. Monterroso. "Sansón y los filisteos", en La oveja negra y otras fábulas).

"Hubo una vez un animal que quiso discutir con Sansón a las patadas. No se imaginan cómo le fue. Pero ya ven cómo le fue después a Sansón con Dalila aliada a los filisteos.

Si quieres triunfar contra Sansón, únete a los filisteos. Si quieres triunfar sobre Dalila, únete a los filisteos.

Únete siempre a los filisteos".

 


(James George Frazer. "Vivir para siempre").

"Otro relato, recogido cerca de Oldengurg, en el Ducado de Holstein, trata de una dama que comía y bebía alegremente y tenía cuanto puede anhelar el corazón, y que deseó vivir para siempre. En los primeros cien años todo fue bien, pero después empezó a encogerse y arrugarse, hasta que no pudo andar, ni estar de pie, ni comer, ni beber. Pero tampoco podía morir. Al principio la alimentaban como si fuera una niñita, pero llegó a ser tan diminuta que la metieron en una botella de vidrio y la colgaron en una iglesia. Todavía está allí, en la iglesia de Santa María, en Lübeck. Es del tamaño de una rata y una vez al año se mueve".

 


 

(J.A. Ramírez Lozano. "La tierra").

"El cementerio de la villa es ovalado. Las gallinas del enterrador anidan en los nichos o escarban las tumbas frescas hasta picotear los ojos de los difuntos pobres. Por noviembre, sus deudos y familiares acuden al cementerio con hojitas verdes de perejil y se vuelven cada cual con su cestita de huevos".

 


(Esopo. "La encina y la caña").

"Una encina y una caña por su resistencia discutían. Levantose un fortísimo viento y la caña, como se curvaba e inclinaba ante el soplo de aquel, consiguió lierarse de ser arrancada de raíz, mientras que la encina, por resistirse fue arrancada de cuajo.

La fábula muestra que no conviene rivalizar ni resistirse a los que son más fuertes".

 


 

(Idries Shah. "Las ocurrencias del increíble Mulá Nasrudín").

"Un hombre pidió a Nasrudín dinero en préstamo. El Mulá pensó que no lo recobraría jamás, pero de todas maneras le dio dinero.

Para su sorpresa, el hombre no tardó en devolverle el préstamo. Nasrudín se quedó pensativo.

Algún tiempo después el mismo hombre le pidió nuevamente dinero prestado diciéndole: "Tú sabes que yo cumplo, pues te he devuelto tu préstamo la vez anterior".

-Esta vez no, bribón -rugió Nasrudín-; me engañaste la vez pasada cuando creí qu eno me lo devolverías. No te saldrás con la tuya por segunda vez".

 


 

(J. L. Borges. La escritura del dios).

"La cárcel es profunda y de piedra; su forma, la de un hemisferio casi perfecto, si bien el piso (que también es de piedra) es algo menor que un círculo máximo, hecho que agrava de algún modo los sentimientos de opresión y vastedad. Un muro medianero la corta; este, aunque altísimo, no toca la parte superior de la bóveda; de un lado estoy yo, Tzniacán, mago de la pirámide de Qaholom, que Pedro de Alvarado incendió; del otro hay un jaguar, que mide con secretos pasos iguales el tiempo y el espacio del cautiverio. A ras del suelo, una larga ventana con barrotes corta el muro central. En la hora sin sombra se abre una trampa en lo alto, y un carcelero que han ido borrando los años maniobra una rodana de hierro, y nos baja en la punta de un cordel, cántaros con agua y trozos de carne. La luz entra en la bóveda; en ese instante puedo ver el jaguar [...]".

 

 


(Jalil Gibran. "La zorra").

"Una zorra miró su sombra al amanecer y se dijo: 'Hoy me comeré un camello'. Y pasó toda la mañana buscando camellos. Pero al mediodía volvió a mirar su sombra y se dijo: 'Bueno..., creo que me conformaré con un ratón".

 

 


(Alexandra David-Neel. "La persecución del maestro").

"Entonces el discípulo atravesó el país en busca del maestro predestinado. Sabía su nombre: Tilopa; sabía que era imprescindible. Lo perseguía de ciudad en ciudad, siempre con retraso.

Una noche, famélico, llama a la puerta de una casa y pide comida. Sale un borracho y con voz estrepitosa le ofrece vino. El discípulo rehúsa, indignado. La casa entera desaparece; el discípulo queda solo en mitad del campo; la voz del borracho le grita 'Yo era Tilopa'.

Otra vez un aldeano le pide ayuda para cuerear un caballo muerto; asqueado, el discípulo se aleja sin contestar; una voz burlona le grita: 'Yo era Tilopa'.

En un desfiladero un hombre arrastra del pelo a una mujer. El discípulo ataca al forajido y logra que suelte a su víctima. Bruscamente se encuentra solo y la voz le repite: 'Yo era Tilopa'.

Llega una tarde a un cementerio; ve a un hombre agazapado junto a una hoguera de ennegrecidos restos humanos; comprende, se prosterna, toma los pies del maestro y los pone sobre su cabeza. Esta vez Tilopa no desaparece".

 


 

(G. Willoughby Meade. La protección del libro).

"El literato Wu, de Ch'iang Ling, había insultado al mago Chang Ch'iShen. Seguro de que este procuraría vnegarse, Wu pasó la noche levantado, leyendo a la luz de la lámpara, el sagrado Libro de las Transformaciones. De pronto se oyó un golpe de viento, que rodeaba la casa, y apareció en la puerta un guerrero, que lo amenazó con su lanza. Wu lo derribó con el libro. Al inclinarse para mirarlo, vio que no era más que una figura, recortada en papel. La guardó entre las hojas. Poco después entraron dos pequeños espíritus malignos, de cara negra y blandiendo hachas. También estos, cuando Wu los derribó con el libro, resultaron ser figuras de papel. Wu las guardó como a la primera. A medianoche, una mujer, llorando y gimiendo, llamó a la puerta.

-Soy la mujer de Chang -declaró-. Mi marido y mis hijos vinieron a atacarlo y usted los ha encerrado en su libro. Le suplico que los ponga en libertad.

-Ni sus hijos ni su marido están en mi libro -contestó Wu-. Solo tengo estas figuritas de papel.

-Sus almas están en esas figuras -dijo la mujer-. Si a la madrugada no han vuelto, sus cuerpos, que yacen en casa, no podrán revivir.

-¡Malditos magos! -gritó Wu-. ¿Qué merced pueden esperar? No pienso ponerlos en libertad. De lástima, le devolveré uno de sus hijos pero no pida más.

Le dio una de las figuras de la cara negra.

Al otro día supo que el mago y su hijo mayor habían muerto esta noche".

 

 


(Los arenales de la madrugada, de Carlos Lencero)

"Nació en Akita, junto al mar, con los ojos deliciosamente oblicuos, y fue una niña muy querida por unos padres casi ancianos que tenían seis dioses de marfil encerrados dentro de una maleta de ébano. Una vez cada siete días, colocaban a los dioses sobre una estera y les confiaban las penas y los deseos que tenían.

Aprendió la obediencia, la crueldad, y las técnicas del amor, en una adolescencia eterna, y un día de primavera, antes de regresar a la oscuridad brillante de su maleta, los seis pequeños dioses de marfil comunicaron a los ancianos padres que la niña se debía desposar con el ayudante del jabonero de Akita.

Resultó una boda triste y tranquila. Se sirvieron grandes pescados grises sobre piedras calientes, setas de color azul, y aguardiente de arroz. Al llegar la medianoche, el ayudante del jabonero llevó a la niña a una habitación sin luz, la desvirgó sin hablarle, y luego regresó a la fiesta para estar con los amigos. Los gatos relamieron las espinas de los grandes pescados, el sol borró del cielo a la luna, y en el corazón de la recién casada brotó un odio pequeñito y duro como un grano de arroz.

Un año después, el corazón de la mujer era un inmenso arrozal en el que estaba destinado a morir sin remedio el ayudante del jabonero de Akita.

Le llegó su hora en un atardecer lluvioso, después de haber comido unas alas de pollo guisadas con veneno.

Ella se estranguló con un cordel de seda.

Sin piedad, los enterraron juntos.

El escribano de Akita escribió un texto sobre lo que había ocurrido, y lo leyó junto a la tumba. "Los caminos de la venganza no figuran en los mapas. Los hay cortos y rectos, como puñales. Largos y suaves, como los hilos de la seda. Lentos y oscuros, como los sueños de los enfermos. Pero todos tienen algo en común. Ninguno tiene salida".

 

(Los arenales de la madrugada, de Carlos Lencero)

"El rey moro miró a la luna y se tranquilizó. A la puerta de su tienda, turquesa y blanca, los hombres ensillaban los camellos. Hablaban con la garganta y fumaban rama, insultando a las bestias y riéndose sin motivo.

Uno a uno fueron plegando los camellos en las barcazas negras, y luego las echaron al mar. El viento soplaba de Levante y las bestias mugían alucinadas en medio del Estrecho.

De repente, se oyó Al-Andalus a lo lejos. La vihuela y la guitarra, el murmullo del ejército borracho, las risas de las putas, el crepitar de las hogueras. Después, lentamente, llegó el olor a comida y a vino.

Resultó una tarea fácil. Desde lo alto de los camellos, con sus largos sables de dos hojas, segaron las cabezas de los hombres, los emblemas de los estandartes, las altas cruces de las iglesias.

El almuhédano subió a la torre y, sobre las campanas, cantó con voz de macho cabrío. En medio de la plaza, el camello real estornudó, y sus cascabeles de plata rociaron la ciudad con un tintineo helado.

En el monte, entre las peñas, el rey cristiano arrancaba con sus uñas astillas de los castaños.

Abajo, tirada junto al mar, Tarifa hedía a muerto, a hierbabuena y a moro".

 

 

(Los arenales de la madrugada, de Carlos Lencero)

"En unos restos de estera, la chilaba sucia y rota, la barba zarrapastrosa, el turbante mogigato, las manos y la cara carnemomia, Mohamed ben Yusuf, el último hombre rico de la tierra, esperaba su fin.

A su alrededor, las torres, las poleas, los taladros, las grúas, yacían, como Yusuf, convertidos por obra de la herrumbre y el tiempo en formas sin sentido, del color de la naranja.

De una bomba inservible se descolgaba, de hora en hora, una gota de petróleo, la última leche de la tierra, y el ruido de la gota al pegar contra el suelo -¡ruido único, terrible!-, marcaba, a su pobre manera, el paso de la vida de Yusuf, el último hombre rico.

Los cuervos, las cigüeñas, los tordos, las avispas, esperaban , con paciencia sin límite, el final de Yusuf.

Comieron la mojama que aún forraba sus huesos; comieron, trituraron sus huesos.

La tierra y el calor comieron la chilaba, el turbante, el cuero de las babuchas, las pajas de la estera.

Sopló el viento. La gota que caía lo era Todo.

Un enorme crepúsculo del color de la sangre acabó con las torres y las grúas.

El paisaje desapareció.

Pero antes, mucho antes, habían desaparecido Londres, y Pekín, y La Habana, con todos sus míseros habitantes.

 


TIEMPO PERDIDO.

"Un perro canelo y canijo cruzó el camino y bajó indolente por la ladera en dirección al arroyo. Allá lejos, el viento erigió una torre inestable de polvo rojizo y la derrumbó insatisfecho, pero aquí nada se mueve bajo el sol caliente de comienzos del verano. Ni un cabeceo leve en las cogollas de las jaras, en las copas de los alisos que ocultan celosos la corriente. Crujen las pizarras de las paredes que encajonan el sendero y las chicharras rompen a trechos imprevistos el silencio de los campos con su estruendoso chirrido metálico. De repente, el perro levanta un gazapo asustado que corre en zigzag entre la maleza rala, traspone un cerrillo, reaparece en la loma frontera y se pierde en un apretón de coscojas. Con los últimos latidos del chucho se oyen próximas, pero aún ocultas, las esquilas cristalinas de un rebaño de cabras que sube a la orilla de la ribera. Las horas vienen lentas desde las sierras azules apoyando perezosamente su cuartos en las lomas, golpean con un restallido sordo de sábana al cierzo y se alejan, por fin, valle arriba. Tiempo perdido, tiempo perdiéndose... ¿Qué voy a hacer?"

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